Argentino y patriarcal: el orden binario define el gusto masculino
Cuando pregunté a Raymond Massaro, hijo y continuador del bottier fundador de la casa que calzaba, a medida desde ya, las colecciones de Chanel y a Marlene Dietrich y a toda una pléyade de stars y de mujeres en el pináculo del chic, a cuáles clientas recordaba, en sus 60 años de trayectoria, como las más exigentes, me respondió sin vacilar, y creyéndome italiano, que nunca nadie había sido tan quisquilloso como ciertos caballeros argentinos. Peores, me dijo con una sonrisa, que cualquier mujer. Me divirtió imaginar a un señor patriarcal argentino teniendo pataletas de estrella de cine.
Buen preámbulo para charlar de moda y masculinidad por estas pampas machas. Como en el resto de las Américas y como para el resto de los elementos primordiales de la vida elegante, la moda aquí ha sido a lo largo del siglo pasado un bien de importación, en versiones originales para una reducida elite y en copias locales de muy buena o buena confección.
Mientras Gran Bretaña inspiraba un cierto modo de vida en la sociedad argentina, la sastrería inglesa proveyó durante décadas los modelos y estilos del entero repertorio de prendas masculinas, tanto deportivas como de vestir.
Pero siguiendo los vaivenes del gusto europeo, hacia comienzos de los 60, llegó aquí también la nueva sartoria italiana, de raíces romanas, con una silueta neta, dinámica y atractiva de chaqueta corta y pantalones estrechos.
La influencia italiana perdura aún entre los portadores argentinos de trajes tradicionales –y entre ellos, más notorios por su presencia en los medios, muchos de los futbolistas que se destacan en Europa. Eligen para sus apariciones públicas un cierto estilo casi chic y vistoso, de cortes ceñidos que acentúan la firmeza del cuerpo y texturas y telas que ayudan a definirlo.
Armado por los equipos de producción de las marcas de prêt-à-porter de alta gama para hombres jóvenes y activos, es la notoria fórmula de seducción que consiste en dar una prestancia impecable a la testosterona burbujeante, y que sienta tanto a los deportistas como a las figuras del mundo del espectáculo que también lo practican.
Pero la vida no es una noche de fiesta ininterrumpida, y si bien en aquel contexto el varón argentino puede quizá ceder a la eventual chaqueta de terciopelo color borgoña, en la vida real ni remotamente se permitirá colores o texturas que se aparten del código tácito del viejo pero tenaz machismo que le fue transmitido por padre y madre.
Al vestirnos cuenta tanto lo que rechazamos como lo que elegimos ponernos. Un añejo orden binario determina los gustos y aversiones del argentino de todas las clases y de todas las edades. De allí viene, no dudo, la proliferación con visos de pandemia de barbas y bigotes, así como el abuso de gamas apagadas, oscuras, luctuosas, aun en pleno verano. Ni las figuras del rock ni su público se permiten fantasías, inconformismos, disparates. Los cumbieros tampoco. Ni tampoco Paulo Londra o Duki. Es todo camisetas y desaliño.
La masculinidad argentina, aterrorizada de caer en el afeminamiento, evita e ignora en sus autorretratos todo lo que atribuye a la imagen canónica de las mujeres: los colores, la luz, la sutileza, la gracia. Nada nuevo, desde ya, pero es oportuno recordarlo cuando el segundo decenio del siglo XXI va llegando a su fin.