PRIMER MUNDO. BILL & HILLARY ENEMIGOS INTIMOS
En el lugar de Hillary, una persona menos segura se hubiera separado, se hubiera entregado al alcohol o se hubiera suicidado. Ella no es de ésas: toma a su matrimonio estrictamente como una sociedad, y no oculta que desearía convertirse en la primera presidenta norteamericana
WASHINGTON .- Bill Clinton maldijo durante 10 minutos a Gennifer Flowers, una cantante de clubes nocturnos de Arkansas que había revelado por televisión, menos de un mes antes de las primarias de New Hampshire, el amorío que mantuvo con él durante los 12 años que duró su gestión como gobernador del Estado más pobre del país. Sus asesores tamborileaban los dedos, nerviosos, preludiando derrotas.
Las primarias, raíd de elecciones abiertas de demócratas y republicanos en las que surgen cada cuatro años los candidatos a la presidencia, comienzan en febrero en New Hampshire, corazón de Nueva Inglaterra. Es tierra de norteamericanos blancos, anglosajones y protestantes (WASP, casi una marca registrada, las siglas en inglés) que no comulgan con el pragmatismo ni con los deslices. Será por la crudeza del tiempo, gélido a principios de año.
No bien calló Clinton, rojo de ira, exhausto, Hillary alzó la vista, los ojos filosos como puñales, y quebró el tenso silencio: "Vamos a luchar como demonios -exclamó con tono seguro, según relata Bob Woodward en The Agenda (La Agenda)-. Pelearemos. Si esto estuviera ocurriendo en Arkansas, Bill, ya estarías hablando por las radios, estarías yendo de un condado a otro. En New Hampshire no te conocen. Pero la gente no es diferente. Tenemos que luchar. Ese es nuestro problema".
El escándalo estalló el 22 de enero de 1992. El semanario sensacionalista Star publicó al día siguiente las confesiones de Flowers y las conversaciones telefónicas entre ambos, desgrabadas y desgranadas como el comienzo del fin de la carrera de un gobernador vitalicio, a pesar de sus tempranos 45 años, que tenía la loca idea de llegar a la Casa Blanca después de haber cometido un pecado carnal (el adulterio) y otro patriótico (desertar en 1969 de las filas que iban a Vietnam). Uno peor que el otro.
En 1998, casi en la misma fecha, el 21 de enero, The Washington Post divulgó la relación de Clinton, ya de 51 años, con Monica Lewinsky, entonces de 24, mientras era becaria de la Casa Blanca, contrariando el testimonio bajo juramento que había prestado él, apenas cuatro días antes, ante los abogados de Paula Jones.
Era el primer presidente de la historia que había declarado como imputado en una causa civil. No por corrupción ni por nada vinculado con su labor, sino por el indecoroso cargo de acoso sexual. La demanda de Jones, archivada finalmente por falta de evidencias, duró cuatro años.
Años duros para los Clinton y su única hija, Chelsea, hoy de 18, en los cuales el romance con Flowers se codeó con los relatos de la ex empleada de la gobernación de Arkansas, guiada el 8 de mayo de 1991 por un custodio a la suite del hotel Excelsior, de Little Rock, donde recibió una proposición poco pudorosa de su huésped y de otras mujeres que, como Dolly Kyle Browning (compañera del colegio secundario) y Elizabeth Ward Gracen (Miss América en los años 80), también habrían sido testigos, y partícipes algunas de ellas, de los apetitos sexuales de él.
Sexo, droga y rock and roll. Haz el amor, no la guerra. En los tiempos de esas consignas se conocieron los Clinton, estudiantes de Derecho en la Universidad de Yale. Eran parte de una izquierda descafeinada que creía en Timothy Leary, el apóstol del LSD, y en los Beatles. Que reprobaba Vietnam y que probaba la marihuana, pero que, como Clinton, no la inhalaba. Y que desconfiaba de la acepción tradicional del matrimonio, de la unión hasta que la muerte nos separe.
Signos que fraguaron a los Clinton, casados en 1975, mientras eran profesores de derecho en la Universidad de Arkansas, pero que, por aquello de ser comunista a los 20 y conservador a los 40, fueron desdibujándose como el muro de Berlín o como la simpatía por los barbudos que habían tomado el poder en Cuba.
En 1996, Clinton se convirtió en el primer presidente demócrata en ser reelegido desde Franklin Delano Roosevelt. Era más moderado que el héroe de la Segunda Guerra Mundial que postulaban los republicanos, Bob Dole. Le debió la victoria a las mujeres. En esa campaña, justo cuando Clinton debía pronunciar el discurso de aceptación de su candidatura en la convención partidaria, realizada en Chicago, Illinois -ciudad que vio nacer y crecer a Hillary con el apellido Rodham-, el Star difundió las aventuras de Dick Morris, el hombre que supo ponerlo al tope de las preferencias del electorado, con una prostituta que escuchaba los diálogos telefónicos entre ambos en un hotel de Washington.
Clinton, enlodado por los reclamos de Jones, tuvo que deshacerse de él.
Star suena en los oídos de Clinton como Starr, el apellido del fiscal independiente que investiga desde 1994 el negocio inmobiliario que realizó con Hillary como socia y abogada en Arkansas, llamado Whitewater, y que es, desde enero, el endiablado conspirador de la derecha que se entremete en su vida privada por el affaire con Lewinsky.
Los Clinton son coherentes. En 1992, cuando Flowers puso en duda la integridad del precandidato a presidente después de que una relación extramatrimonial había pulverizado en 1987 la carrera del senador demócrata Gary Hart, Hillary apareció con su marido en el programa 60 Minutes, de CBS, y dijo que nadie debía prestarle atención al asunto, ya que ella misma no le prestaba atención. "Las únicas personas que cuentan en nuestro matrimonio somos nosotros dos", rubricó.
Seis años después, sola y su alma, salió a defenderlo de nuevo en Today Show, de NBC. Y aún no repuesta del duro golpe que significó la confesión de una mentira a gritos, el 17 de agosto, frente a Starr primero y frente a la gente después, puso de inmediato en labios de una vocera que estaba comprometida con su matrimonio y que amaba a su marido. "Es cierto que tuve una relación inapropiada con Monica Lewinsky", había admitido él después de negarlo durante siete meses.
Clinton no hizo más que seguir la tradición que cultivaron Roosevelt y John Kennedy, entre otros, antes oculta por la confraternidad masculina que poblaba el Congreso y mantenida en secreto por la prensa. Desde el Watergate, sin embargo, todo presidente cuestionado se presume culpable. En este caso, de conminar a mentir a Lewinsky y de obstruir las investigaciones, no de tener una relación con ella.
Eso compete a la vida privada. El escándalo Hart, hallado con las manos en la masa con la modelo Donna Rice, modificó dramáticamente la visión de la infidelidad, cadalso de todo político, hasta que, en 1992, Clinton, con Hillary de su lado, marcó otro precedente sin necesidad de renunciar a su precandidatura.
A contramano de los ideales de los 70, Clinton se sentía culpable de haber hecho el amor con una chica a la que duplicaba en edad y, horas más tarde, estaba orgulloso de haber hecho la guerra, ordenando el bombardeo a presuntas bases de terroristas en Sudán y en Afganistán en represalia por las voladuras de las embajadas norteamericanas en Kenya y en Tanzania.
En la película Wag the dog ( Mentiras que matan ), Robert De Niro y Dustin Hoffman inventan una guerra ficticia contra Albania, de modo de salvar a un presidente que se ve envuelto en una relación tipo Lewinsky. Enfrente tiene a un senador pura moralina. Un ex senador, Paul Tsongas, ganó en 1992 las primarias de New Hampshire.
En medio de aquella campaña, James Carville, uno de los asesores de Clinton que sigue al pie del cañón, cambió el auricular de oreja para comprobar si era cierto lo que estaba escuchando: "Estoy diciéndolo ahora y estoy cansada de repetirlo. Bill está cansado. Necesita descansar. Te llamo para decírtelo por última vez, James. No volveré a hacerlo. Quiero que así sea. Ahora". Era la voz de Hillary, enérgica, dejando en claro cómo era la relación con su marido: en casa manda él, pero yo tomo las decisiones, parafraseando a Woody Allen.
Primary Colors ( Colores primarios), la novela de autor anónimo que se tradujo en la presidencia cinematográfica de John Travolta, destapó los bajos instintos y los pocos escrúpulos de un gobernador sureño de sonrisa fácil, amante del junk food (comida basura) y desertor de Vietnam que no perdonó ni a la hija de un pobre negro que regenteaba un restaurante. La dejó embarazada y no se hizo cargo de la situación.
Joe Klein, descorrido el velo del anominato en el que quiso refugiarse el ex redactor de Newsweek, dio vida en el libro a Jack y Susan Stanton, una pareja que, como los Clinton, aparece al final de la mano, de modo de tranquilizar a sus compatriotas.
¿Es amor, devoción y lealtad mutuos? ¿O es amor, devoción y lealtad al poder? Desde que Flowers descubrió el tercer vértice de un triángulo que ya superó holgadamente al Pentágono, los Clinton van y vienen de la mano. Son como socios políticos, uno incompleto sin el otro, siempre de la mano.
De la mano salieron de la Casa Blanca el 18 de agosto, un día después de la confesión de él, rumbo a las vacaciones en Martha´s Vineyard, Massachusetts. Iban con Chelsea y con Buddy, el perro, todos unidos, prodigándose sonrisas que esconden, a los ojos del mundo, la herida que debe de provocar la vergüenza, la humillación y el ridículo, por más que Hillary acepte las cosas tal como son, que exista entre ellos un pacto de no agresión o que ella también tenga sus secretos. No mintió Clinton solo, después de todo.
"Considero que esto es una batalla -esgrimió Hillary apenas comenzó el escándalo Lewinsky-. Bill y yo hemos sido acusados de todo, incluso de asesinato, por algunas de las mismas personas que se encuentran detrás de estas afirmaciones."
El asesinato era, en realidad, el curioso suicidio de Vince Foster, un abogado que se desempeñaba como asesor de la Casa Blanca y que había participado del negocio Whitewater, emprendido en los años 80 por los Clinton y por el matrimonio desavenido McDougal. Jim, el marido, murió tras las rejas, y Susan, la mujer, también en prisión a pesar de la sospecha de haber sido otra de las amantes de Clinton, insiste en no cooperar con la pesquisa de Starr.
De Foster se decía que había estado demasiado cerca de Hillary. La última en verlo con vida, el 20 de julio de 1993, fue Linda Tripp, la otra voz en el teléfono mientras grababa las conversaciones con Lewinsky y la primera en denunciar que Kathleen Wiley, becaria de la Casa Blanca, como Lewinsky, pero de la edad de Clinton, volvió con el rostro desencajado del Salón Oval. El había intentado propasarse, según ella.
A las 13, Foster salió de su oficina. Le dijo a Tripp que terminara unos M&M, los confites preferidos de Clinton, que habían quedado en la bandeja después del almuerzo que ella misma le había llevado. "Regresaré", se despidió con una sonrisa. Cinco horas más tarde, su cadáver yacía en el Parque Fort Marcy, a la vera del río Potomac. Tenía una bala alojada en el cerebro.
Hillary comparó alguna vez su matrimonio con una sociedad. Y la gente no interpreta otra cosa, ya que, con menor notoriedad, su drama es el mismo por el que atraviesan otras, y otros, en silencio. Una encuesta de la revista femenina Ladie´s Home Journal´s dice que el 46 por ciento de las consultadas habría imitado su actitud.
Cifra alta, quizá. Hillary procura valerse por sí misma. Es algo más que la típica primera dama que asiste a cócteles de caridad o que, cual lazarillo, va con él a todas partes. En China, durante la gira que realizaron en junio, deslizó la posibilidad de que una mujer sea presidenta de los Estados Unidos. Clinton asintió.
Pero no siempre le ha ido bien: el fracaso de la reforma de la política de salud, impulsada por ella en 1994, alimentó la mayoría de republicanos en el Congreso que aún perdura. Era parte del mensaje tripartido de 1992, el kaikus de George Stephanopoulus. Los otros dos se cumplieron: "Cambio o más de lo mismo" y "Es la economía, estúpido". A ese punto, precisamente, Clinton le debe un índice de popularidad récord que, aun en las peores crisis, no bajó del 60 por ciento.
A pesar de todo, Hillary jamás adoptó el papel de víctima. En público, al menos. Es una mujer de 52 años, como él, que luce siempre radiante en su afán de ser modelo de esposa, de madre y de profesional. Tal vez por defender su dignidad. En su lugar, una persona insegura se habría separado, se habría ahogado en alcohol, se habría escondido, se habría quedado en cama hasta el final del mandato o, en el peor de los casos, se habría suicidado, como describe el pastor metodista Don Jones, un amigo de la familia.
¿Qué hicieron los Clinton un día después de que él declarara ante los abogados de Jones? Fueron a misa, según los ritos de la Iglesia Bautista del Sur. ¿Qué hicieron Hillary y Chelsea en vísperas de que él declarara ante Starr y el mundo que había tenido algo con Lewinsky? Hablaron a solas con Jesse Jackson, un pastor protestante que acompañó hasta el final a Martin Luther King y que nunca desechó la posibilidad de ser el primer presidente negro de los Estados Unidos.
En las aulas de Georgetown y de Yale, Clinton aprendió que era más fácil estudiar las actitudes de los profesores que los libros de texto, ya que de ellas surgirían las preguntas que iban a formularle, según explica David Maraniss, autor de la biografía First in his Class ( Primero en su clase ). De Morris aprendió otra lección: "Tienes que admitir tus pecados, confesarlos, y prometer que no vas a pecar más". Y de Richard Stearns, un juez de Massachusetts que compartió una comida con él antes de que se presentara en 1992, aprendió algo más: "Recuerda que los presidentes se meten en problemas no porque cometan errores, sino por los errores que tratan de ocultar". A los ojos de los norteamericanos, los Clinton no reflejan sinceridad ni altos valores éticos y morales, pero, en definitiva, no dejan de ser el resultado, o la avanzada, de su tiempo. Tiempo vertiginoso e indiscreto, con sexo por computadora, sexo por teléfono, sexo a domicilio, vestidos con manchas y Viagra con receta.
Texto: Jorge Elías
(Corresponsal en los EE.UU.)