Bogotá, nuevo epicentro de los sabores latinos
BOGOTÁ.– Del 21 al 24 de mayo, Bogotá festejó una nueva edición de Alimentarte, un tour de restaurantes y foro gastronómico que convoca a lo mejor de la cocina mundial. Allí estuvieron, entre otros, los argentinos Narda Lepes, Germán Martitegui y Tomás Kalika; los peruanos Virgilio Martínez y José del Castillo; el chileno Rodolfo Guzmán; el español Josean Alija, y el italiano Andrea Aprea, junto a anfitriones como Harry Sasson y Leonor Espinosa, cocinando y compartiendo su mirada respecto de productores y sustentabilidad. Organizado por la Fundación Corazón Verde, una ONG que ayudara viudas y huérfanos de policías fallecidos en Colombia, y con apoyo del Basque Culinary Center, Alimentarte es un encuentro ineludible de la gastronomía en la región.
La ocasión resulta también la mejor excusa para adentrase en la cocina de un país que vive su propia revolución, gracias a cocineros con hambre de cambiar el mundo que los rodea.
A lo largo de 32 departamentos, con una riqueza étnica inmensurable (más de 85 pueblos indígenas junto a corrientes migratorias como la africana y la española), Colombia ofrece un ecosistema único: doble costa –Caribe y Pacífico–, el extremo de los Andes, el aroma de la Amazonia, los valles interandinos y grandes altiplanos, los bosques andinos, desiertos, manglares y humedales. De esta riqueza nace una gastronomía con epicentro en Bogotá, una ciudad construida a 2600 metros de altura, rodeada del verde de los cerros orientales, lluviosa y fresca, y aun así repleta de vida y color.
El día puede comenzar en una plaza de mercado, donde los bogotanos compran sus productos frescos diarios. Uno de los principales es Paloquemao, donde es posible perderse en la diversidad aromática de infinitas frutas, como uchuvas, mamoncillos, curubas, feijoas, chirimoyas y mangostinos. Entre lo mejor, la guanábana y el lulo, sumados a mangos, bananos y plátanos. Mientras se recorren puestos de carnes, pollos, especias, ajíes y harinas, es posible comer al paso. En el puesto Pandebonito de la virgen, un templo dedicado a los amasijos (los panes de mandioca, maíz, sagu y trigo), hay que pedir el pandebono con queso costeño y bocadillo de guayaba. Si el hambre apremia, la porción de lechona –cerdo relleno de arroz y arvejas horneado por ocho horas, con su piel crujiente– es adictiva.
La arepa marca el ADN colombiano. Reemplazo cultural del pan, cada lugar atesora su propio estilo.
En la costa caribeña es común la arepa frita rellena de huevo; en Santander, las de maíz nixtamalizado con chicharrón de cerdo; en Medellín suele ser finita; en el norte la mezclan con yuca, y en Boyacá la endulzan con panela y rellenan de cuajada. Una de las más ricas para probar en Paloquemao es la arepa de chocolo, de maíz fresco y bien dulce.
El circuito de cocina popular atraviesa la ciudad: otro punto indispensable es la Plaza de la Perseverancia, ubicada ahí nomás de La Macarena (renovado barrio muy chévere, repleto de bares y restaurantes), que suma un patio gastronómico con opciones tradicionales de todo el país: ahí vale la pena probar un clásico ajiaco, seguir con la frijolada y terminar con un arroz con camarones, entre más opciones.
La revolución bogotana
A tono con la calma (si bien hoy vive un momento álgido) lograda entre el gobierno y las ya extintas FARC, Bogotá se abre al futuro como una de las grandes ciudades gastronómicas del continente. Hace una década casi no había opciones de cocina moderna basada en la cultura local. Los cocineros preferían mirar a Europa, desdeñando los chicharrones, patacones y guisos autóctonos. Esto cambió gracias a tres referentes que siguen marcando la agenda local.
Uno de ellos es Jorge Rausch, creador del premiado restaurante Criterion, lugar afrancesado que demostró que la alta cocina era posible en Bogotá. Otro es Leonor Espinosa, dueña de Leo y creadora de una fundación que investiga sobre modos de alimentación y producción en comunidades indígenas y afro locales. Y, en especial, Harry Sasson, el padre de la nueva gastronomía colombiana, que tiene varios restaurantes en el país, entre ellos el que lleva su propio nombre y que es cita obligada para todos quienes amen la cocina colombiana.
"En Leo nos gusta contar historias, visibilizar los territorios de las comunidades étnicas indígenas y afros", explica Leonor Espinosa. "Nuestra misión es generar bienestar social y cohesión en lugares que podríamos llamar bioculturales", afirma. En el restaurante, eso se traduce en menú por pasos complejo, donde reinan ingredientes desconocidos, de la hormiga limonera a los gusanos mojojoy, pasando por hierbas, semillas, crustáceos y carnes de nombres prehispánicos, como macambo, copoazú, cacai, chuguá, piangua y manguá, entre tantos otros. El maridaje de cada paso se compone especialmente de fermentos y destilados artesanales, en una experiencia muy intensa, que exige paciencia, atención y curiosidad.
En Harry Sasson la cocina a la vista recibe con un menú con opciones para todo el mundo. Lejos del "fine dining" tradicional, aquí se puede comer desde un gran bife Angus hasta un cordero lechal; pero quien busque puro sabor colombiano lo encontrará, por ejemplo, en el delicioso palmito entero a la parrilla (los palmitos se promueven como cultivo de suplantación para zonas cocaleras), así como en las empanadas de camarón y arvejas. Hay también contundentes tamales bogotanos con longaniza, frijol de cabeza negra, huevo y arroz; cachetes de mero con guascas (hierba aromática típica), y las perfectas "orejas de perro" (unas arepas delgadas de arroz) con langosta y mango.
Esta tríada de cocineros dio espacio para que otros chefs construyan, plato a plato, la nueva cocina colombiana. En Mini-mal, los cocineros Eduardo Martínez y Antonuela Ariza marcan su rumbo con platos como pez globo en salsa de lulo con anillos caramelizados de cebolla y rodajas de lulo. En El Chato, el muy personal chef Álvaro Clavijo apuesta a sabores bien intensos e informales, donde destaca el crudo de atún, mango, encurtidos de verdolaga y cebollas rellenas de caracú, o la lengua con salsa de hormigas culonas.
El recorrido puede seguir en Nueve, bar de tapas pensado por Pedro Escobar, que ofrece dumplings de lechona, huevo de codorniz y trufa negra, y fideos de palmito servidos al modo de un clásico cacio e pepe italiano.
Y la lista sigue: en Salvo Patria, Alejandro Gutiérrez apuesta al comercio justo con los productores; en Mesa Franca, Iván Cadena traduce la experiencia ganada en los mejores restaurantes peruanos. Dentro de lo más turístico, hay que merendar un tamal con chocolate en Puerta Falsa; con un estilo juvenil, el enorme Chichería Demente apuesta a las chichas artesanales (un fermento de maíz) junto a una cocina simple y muy sabrosa, y Club Colombia es gran opción para sumergirse en los grandes platos típicos colombianos.
Por último, se puede visitar a un par de cocineros argentinos exitosos, desde Nicolás López (socio del muy de moda Villanos en Bermudas) hasta Francisco del Valle, a cargo de Guerrero, pionero en ofrecer sándwiches de calidad en Bogotá. Para el final, hay que pasar por Catación Pública, en el precioso barrio de Usaquén (un pueblo escondido en plena ciudad), donde ofrecen más de 50 cafés distintos, elegidos de microrregiones colombianas según calidad, comercio justo y sustentabilidad.
Tras años de ser el vagón de cola en una escena gastronómica sudamericana en crecimiento, hoy Bogotá muestra con orgullo sus sabores patrios expresados por los mejores cocineros del momento.
Arte y cocina con objetivo social
Creada hace más de 20 años, la Fundación Corazón Verde desarrolla iniciativas sociales para mejorar la calidad de vida de las viudas y huérfanos de la policía, a través de proyectos relacionados a la cocina y el arte. Alimentarte incluye por ejemplo un tour de restaurantes donde cocineros de todo el mundo viajan a Colombia para elaborar menúes a cuatro manos en los mejores restaurantes del país. Y a esto se suma un foro gastronómico, donde más de 1000 profesionales y estudiantes de gastronomía debaten sobre alimentación, sustentabilidad y economías regionales. Desde el arte, la Fundación convoca a artistas plásticos para realizar diversas obras según temáticas específicas, que luego se subastan. De esta manera, FCV recauda fondos que luego destina a proyectos de educación, vivienda y asistencia psicológica.
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