Calmo hoy, pero bravío en el pasado
No resulta fácil imaginar qué ocurría con aquellos viejos gladiadores que, sobrevivientes de largas y encarnizadas luchas, abandonaban la arena para no regresar jamás.
Quizá, por qué no, sus cuerpos lacerados por miles de cicatrices como virtuales huellas de sus victorias descansaron perezosos en alguna granja.
Otros, tal vez, se convirtieron en desalmados pendencieros de cantina que, borrachos, hicieron sentir el rigor de su fuerza a quienes tan sólo los desafiaran con su mirada.
Uno puede recrear esta imagen al observar a un poderoso bull-dog inglés enternecido por la caricia de su amo detrás del gesto severo de su máscara feroz y arrugada.
Al contemplar estos bichos buenazos, torpes y simpáticos, cuesta imaginar que en el siglo XVII los carniceros británicos los emplearan para acometer con bravura contra cerriles vacunos en la absurda creencia de que el sufrimiento de los bovinos antes de morir convertiría su carne en una manteca.
Pero lo cierto es que así fue. Y peor aún, porque el perro nacional de los británicos regresó un siglo más tarde a la arena de la mano de los más pobres para luchar con sus congéneres y dejar unos chelines provenientes de las apuestas en las manos de los perversos desheredados.
Su larga historia de padecimientos condenó al pobre animal a la desaparición.
A comienzos del siglo pasado, los ejemplares existentes eran muy pocos y estaban en manos de algunos nostálgicos que sostenían que el combate entre perros era un deporte.
Por fortuna, otros menos mercantilistas los rescataron del ostracismo y descubrieron que se trataba de un animal afable que ya no pensaba en combatir.
En nuestro país, merced a la convertibilidad y la desregulación de la economía, ingresaron excelentes reproductores, por lo que es posible conseguir ejemplares de buena calidad.
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