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 • HISTORICO

Códigos de caballeros (y damas)




No sucede todo el tiempo, pero hay pequeños momentos en los que hombres y mujeres nos parecemos bastante. Quizás las afirmaciones de que las mujeres son complicadas y que los hombres son básicos encuentren algún tipo de fundamento en la generalización; pero también es cierto que existen mujeres que resuelven cuestiones con una simpleza envidiable, y que algunos hombres se complican la vida en momentos determinados y ante cuestiones que -en apariencia- parecerían banales, pero que no siempre lo son. Y si algo resulta importante para un hombre, es la relación con su peluquero.
No hablo del corte, ni del look ni del estilo. Cada uno elige el lugar a dónde ir. Uno puede cortarse el pelo en esa peluquería de barrio que todavía tiene revistas con tres años de antigüedad en su sala de espera, o ir al salón que esté más de moda, donde por lo general hay música, tragos y gente que está ahí sólo por estar. La última tendencia son las barberías, clubes de caballeros que lograron reinventarse gracias a el auge de las barbas. El marketing también encontró la manera de vender a las peluquerías como una experiencia en la que lo importante es estar, pertenecer. Para el caso da lo mismo que la peluquería sea Prana, Cool Cuts, Cerini o lo de Oscar.
Yo, por ejemplo, pasé por todas. De chiquito me llevaban al peluquero del barrio, uno que quedaba a mano y que más o menos sabía controlar mis remolinos. Durante mi adolescencia poco rebelde me cortaba yo mismo, con máquina, porque no valía la pena pagar para que alguien hiciera lo mismo que yo podía hacer en casa. Ya más grande, y trabajando por el Microcentro, experimenté diferentes alternativas, casi siempre en la misma sucursal de D’Antuan de Florida y Tucumán, que creo ya no existe. Allí siempre pedía por Raúl, porque sabía interpretar lo que yo quería en ese momento, cosa que para mí constituye un punto fundamental en mi relación con cualquier peluquero: no me gusta tener que explicar qué es lo que busco cada vez que me siento en el sillón.
Varias veces me corté con el primero disponible cuando Raúl no estaba, un error que corregí y que nunca más volví a cometer. Por lo general, en las cadenas de peluquerías el cliente es un número más, y es difícil sostener una relación personal con el hombre de las tijeras. Hice el intento de experimentar en Roho, en Caballito, con la esperanza de salir con la misma onda de Gustavo Cerati, pero no. Ahí el problema no fue que yo no sea Cerati ni que no tuviera su onda, sino que quien me atendió hizo exactamente lo mismo que Miguel, sólo que por un precio varias veces más caro. Nunca más.
Un día en una reunión un amigo muy atento a su imagen y muy detallista con su pelo me recomendó que vaya al local de una cadena en la calle Sucre, y que pida por Lidia. Fui metódico: llamé y saqué turno por primera vez en mi vida, y cuando llegué le expliqué lo que quería, pero sin cerrarme a sugerencias; y la dejé hacer. Lidia no sólo había interpretado bien mi pedido, sino que había conseguido reducir el tamaño de mi cabeza. Todo un mérito. En ese sillón permanecí hasta que un embarazo (de ella, claro) obligó a suspender la relación por algunos meses. Y como yo no quería dejarme el pelo largo, al mes siguiente volví sin turno, resignado a tener que explicar todo de nuevo. Me atendió Máximo, que si lo ves por la calle no pensás que es peluquero, pero lo es. Cortó y me gustó. Volví. Y otra vez, y así hasta hoy.
Un buen peluquero no sólo sabe interpretar lo que el cliente quiere, sino que también hace las preguntas justas, porque sabe leer el humor con el que uno llega. Hay días que son para hablar (porque siempre se va a acordar de algo de lo que hablaron la vez anterior), y otros en los que todo lo que se necesita es que el espejo devuelva una imagen satisfactoria, pero en silencio. El buen peluquero no es el mejor equipado (ves profesionales que gustan de desplegar todo su arsenal de tijeras, máquinas, secadores y productos como si fueran una extensión de su ego), sino el que tiene lo que necesita para hacer lo que le pediste. Pero por sobre todo, un buen peluquero prioriza la atención de su cliente que se tomó el tiempo para llamar y pedir un turno, por sobre el que llega y quiere un sobreturno.
Por eso cuando hace unos días la recepcionista de peinado impecable y sonrisa de dudosa autenticidad me dijo que habían anotado mal mi turno y me sugirió que me corte con otra persona, recibió de mi parte una negativa rotunda. "¿Me estás pidiendo que traicione a mi peluquero de años? No, lo espero", respondí. Y Máximo -el de la conocida cadena sobre la calle Sucre, el que podría ser músico o motoquero, pero que es peluquero- no me hizo esperar.
Porque hay códigos que no se rompen. Porque las relaciones se construyen en base a detalles. Y porque al final hombres y mujeres no somos tan distintos.

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