Como en la guerra
Los tiempos que corren no fomentan la solidaridad: la intolerancia y la hostilidad reinan en Buenos Aires, haciendo la vida un poco más díficil aún. Tal vez sea bueno recordar que el semejante no tiene la culpa de esta crisis y es sólo otra de sus víctimas
El taxi parece que volara, en un horario en que la cantidad de autos y de personas no recomienda semejante velocidad. Zigzaguea con riesgo, frena a milímetros de otros coches, se devora más de un semáforo en rojo y les pasa raspando a peatones en estado de inocencia. Dentro del vehículo, el pasajero, humildemente, le pide al chofer que vaya más despacio: se siente con derecho a solicitarlo, después de todo será el que pague el viaje. Pero, como tocado en vaya saber qué parte de su orgullo, el hombre al volante se fastidia, mira mal, murmura: “Hace 25 años que manejo así y nunca me pasó nada”. Entonces, provocativo, reduce su marcha a 10 kilómetros por hora. Finalmente, el viaje concluye y el pasajero paga pensando: Qué suerte, Dios mío, que tengo cambio. Este otro episodio ocurrió en un departamento de Montserrat. Allí vive un joven especialista en computación que ha tenido innumerables gestos solidarios con su consorcio. Acaban de robarle algunas cosas tan valiosas como difíciles de reponer en tiempos como los que corren. En las horas siguientes averigua entre sus vecinos si alguno vio a extraños en el edificio. Dos de ellos le confirman que se cruzaron con unas personas, desconocidas, saliendo con unos bolsos. Algo alterado pregunta si no les resultó llamativa esa salida y si intentaron evitarla. Con desazón, escucha que sus vecinos le explican: “Y... es que vos traés gente tan rara que uno ya ni pregunta. ¿Le habías prestado la llave a alguien? ¿No pensaste en poner una puerta blindada? Si querés te paso el teléfono de mi cuñado que se dedica a eso”. La escena siguiente acontece en una esquina de San Telmo, una noche de viernes. Un auto mediano y nuevo estaciona en la esquina obturando la rampa para discapacitados. Del auto baja una pareja muy bien vestida y, sorprendentemente, el hombre que acaba de cometer esa infracción es discapacitado y se sostiene con un bastón. Todo es tan asombroso que nadie se anima a pedirle que corra su auto de ahí. La chica llega a su casa de su extenuante jornada laboral cargada con tres bolsas del súper y decide intervenir ante dos adolescentes que sacaron a su perro a hacer caca. La suciedad ha quedado en la puerta de una heladería y, ante la observación, uno de los jóvenes le pega una patada al desecho y lo manda a volar a la calle. La chica insiste en dar el ejemplo y mete en una bolsa de plástico lo que hizo el perrito. A cambio, recibe una retahíla de insultos y amenazas.
Hay millones de historias como éstas en la ciudad. Entre todas, hacen que todo termine pareciéndose a una guerra de pobres corazones contra otros pobres corazones: la guerra de la insensibilidad y del egoísmo. Probablemente cansada, hostilizada por todo lo que le pasa, mucha gente ve como una salida arremeter contra el que tiene más cerca. Y si se trata de alguien ubicado más abajo en el eslabón de la debilidad, mejor. Se ve que no queda ni un poquito de lugar para pensar en lo que les pasa a los demás. Ni espacio para recibir una crítica, una sugerencia, un pedido, un reclamo. Levantar en peso, zamarrear, gritar, humillar, ignorar: cosas de cada día en esta vida nuestra. Ofender, despreciar, vejar, menoscabar: modales desagradables que se han vuelto conductas demasiado cotidianas.
La desdicha generalizada mete en un corralito los sentimientos generosos.
Y de esto, el FMI no tiene la culpa.
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