Cuentas, tarjetas y platos rotos
En mi casa era así: cíclicamente, mi viejo inventaba un negocio brillante o ridículo y se empeñaba en conseguir que el banco o la financiera le dieran la plata para hacerlo. Mis padres no estaban casados, porque no había divorcio, pero eran socios comerciales, presidente y vice (en estricto orden patriarcal) de cada una de las empresas que los hicieron arañar la riqueza y la pobreza casi con la misma intensidad.
Todo lo construyeron de la nada y tal vez por eso era más doloroso cada vez que lo perdían. Mamá llevaba las cuentas. De todo: la casa, el campo, la fábrica. Y pagaba las hipotecas para sostener todo eso que habían construido de la nada y que a veces volvía quedar muy cerca de ser nada.
Nunca supe de sus cuitas sentimentales, pero escuchaba a mi madre llorar y amenazar con dejarlo si no ponía los pies en la tierra. Y la veía hacer cash flows, primero, en la oficina, y, después en casa, cuando ya no les alcanzó para el alquiler. La odiaba y me resistía a creerle cuando la veía mostrarle sus cálculos prolijos en hojas cuadriculadas, y apretar los dientes, y gritar que las cuentas no cerraban. También odiaba al señor de la financiera que se quedó con lo que dejó la venta del departamento grande al que nos mudamos después de un negocio grande, y al vecino que nos cambió el suyo en parte de pago.
Mi viejo estaba afiliado al desarrollismo, pero en casa era un populista creativo y carismático. Mientras le dio el cuerpo, siempre tuvo aunque sea un resto para volverse a inventar. Pensé en ellos y en esa sociedad apasionada que fueron cuando esta semana el presidente Macri dijo que el populismo "te hipoteca el futuro para que vivas el presente". Pensé que gracias al populista que fue mi viejo, y a mi madre que corría para pagar al menos las cuentas más urgentes, yo igual fui a un colegio acomodado y estudié y me dediqué a hacer lo que quise como si no les costara.
El presidente Macri dijo también que el populismo "es como ceder la administración de tu casa a tu mujer y que ella, en vez de pagar las cuentas, te use la tarjeta: un día te vienen a hipotecar la casa". Vi a mi vieja y también a otras mujeres trabajar sin descanso para salvar sus casas: mi abuela, modista, decía que había construido la suya "puntada tras puntada", la madre de mi novio de los veinte se terminó separando para rescatar un dos ambientes, mi suegra pagó solita (y por años) la hipoteca del departamento en el que crecieron sus hijos. Algo así terminó por decir Macri cuando le pidió disculpas, risueño, a los señores: "¡Pero si ya sabemos que las mujeres administran mejor que nosotros!".
Lo sabía también el economista y Nobel de la Paz bengalí Muhammad Yunus, que otorgó más del 94% de sus microcréditos sociales a mujeres, porque son quienes más sufren la pobreza y también porque tienden más que los hombres a destinar lo que ganan a sus familias. Es cierto: el populismo es un monstruo que se agota, pero incluso entre los que creemos en otro modelo de país, somos pocos los varones y mujeres que hoy no tenemos la soga de la tarjeta al cuello. El patriarcado es otro monstruo que a veces parece a punto de caerse, pero asoma ahí donde hasta un presidente (y candidato) que puso cuestiones de género en su agenda (aunque ahora haga campaña besando pañuelos celestes), de pronto se dirige sólo a los votantes varones: les habla de su casa, su mujer y su tarjeta. Y como en la política el machismo es transversal, los primeros en lanzar la piedra contra Macri, claro, son los peronistas, ese rancio club de machos fundado por un patriarca de bronce y que hasta hoy suele ocultar los abusos y la violencia de género siempre que hayan sido cometidos dentro de sus filas.
Otra cosa es cierta: ni el populismo ni el patriarcado son los culpables de todos nuestros males, ni pueden haber nacido sólo de la construcción de un machirulo cruel, pero tampoco los inventamos las mujeres. Y, sin embargo, en nuestras casas, la mayoría de las veces, somos las que pagamos las cuentas y los platos rotos.
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