Nació en la ex Unión Soviética, vivió su caída y huyó a Buenos Aires en el 2000; la historia de vida de una mujer que pasó por dos crisis gigantescas y sigue dando batalla
Uno de los recuerdos más antiguos que Larysa “Lara” Tormisheva (63) resalta de su infancia: es la lección que su padre le dio a los seis años. “Un día llegué a la casa llorando porque me habían golpeado unos chicos. Le dije: ‘papá, me golpearon unos civiles’. Mi padre me empujó y me respondió: ‘¿Y vos qué sos? Nunca vuelvas llorando conmigo, arreglate sola’. Y bueno, a partir de ese día, no volví a llorar, y siempre me las rebusqué. Él era militar soviético, un tipo duro”, cuenta Lara mientras entra a su departamento en la calle Salta, en un edificio antiguo ubicado a una cuadra de la estación Constitución. “Claro, por eso soy así, por eso llegué donde llegué”, reflexiona.
“Mirá, yo vine a la Argentina escapando de una crisis enorme. Y acá me recibió otra gran crisis económica, la de 2000. Pero, afortunadamente, aprendí que la gente siempre necesita comer y cortarse el pelo, en cualquier gobierno. A mí ya no me asusta nada”.
Lara aterrizó un día descolorido de mayo de 2000 en el aeropuerto de Ezeiza. “Eran las 9:30 de la mañana, estaba lloviendo y yo no sabía bien que iba a hacer cuando saliera del avión”, recuerda. Desde Ucrania había gestionado su viaje, pero no conocía a nadie, ni tenía donde quedarse. “Me había enfocado en hacer todos los papeleos para mi hija menor y para mí, realmente no pensé en el después hasta que hice escala en San Pablo. Ahí empecé a entrar en pánico”, agrega mientras Yana Kashytsya (31 años), su hija menor, calienta un borsch (típica sopa eslava, a base de remolacha) que preparó en la mañana.
Con la Unión Soviética recién disuelta hubo muchos ucranianos que migraron a la Argentina. Entre 1994 y 1999, en el gobierno de Carlos Saúl Menem, se firmaron alrededor de 15 acuerdos bilaterales con Ucrania para la recepción temporal de miles de personas, y muchos de ellos ampliaron su estadía. Era gente de entre 40 y 60 años que llegaban con hijos. “Yo dejé a Yana con su abuela en Bielorrusia mientras lograba instalarme aquí. Mi otra hija, Victoria, la mayor, ya era grande y vivía con su marido”, explica Lara.
La mayoría de las personas arribaban a la ciudad de Buenos Aires y conseguían trabajos de oficio que poco tenían que ver con su formación profesional. Llegaban con conocidos que los acomodaban y orientaban para instalarse, pero Lara no había hablado con nadie...
En San Pablo, Brasil, conoció a Nicolás (cuyo apellido no recuerda), un compatriota que encontró mientras buscaba alguien que le diera un cigarrillo. “Lo escuché decir que conocía la Argentina. Estaba llevando muebles, libros y ropa desde Ucrania. Fue ahí que una chica y yo nos le pegamos. Él me dijo que podía quedarme en una pensión donde él estaba en Floresta. Al tercer día, estaba trabajando”, narra mientras sirve la cena.
- ¿Cómo conseguiste trabajo?
-La verdad fue muy gracioso. Estaba afuera de la pensión fumando un cigarrillo y le pregunto a Nicolás: “¿En dónde podré trabajar?”. Él estaba harto de mí, porque lo seguía a todos lados, así que me dijo: “Si querés trabajo, pregúntale a ese chico”, me señaló un carrito de café que pasaba frente a la calle. Yo le dije que no hablaba nada de castellano, que no iba a entender y me gritó: “¿Qué no le ves la cara de ruso?”. Cuando me acerqué, me dijo que fuera a Venezuela 900 y fui directo.
El local era pequeño por fuera. Lara entró y habló con el dueño. “Era un argentino de bigote y panza grande”, describe. “Me vio de arriba a abajo unos segundos y me dijo: ‘Bueno, nena, empezás mañana’. En ese negocio, casi todas sus empleadas [todas mujeres] eran ucranianas, rusas o eslavas. Yo salía de Floresta a las seis de la mañana, llegaba al local a las siete y a las ocho ya estaba caminando por la avenida Montes de Oca [en Barracas] con el carrito. Me daban café, mate cocido y crema, pero el azúcar lo compraba yo. Siempre iba con unas tijeras metálicas en el bolsillo por si alguien quería cortarse el pelo”, cuenta.
“De ocho a ocho”, Lara caminaba por la avenida con un ligero look a Billy Idol y su abrigo largo de cuero. “A medio día paraba y entraba en cualquier peluquería del barrio para pedir trabajo”, señala. Pasaron tres meses antes de que consiguiera un empleo como peluquera en la calle Guayaquil 182, en Caballito. “Pocas semanas después de eso llegó Yana de Bielorrusia”, desliza con una sonrisa.
Antes de la Argentina
“Ucrania en el 2000 era un lugar difícil para vivir. Yo tenía una peluquería, pero con eso no nos alcanzaba para comer. En ese momento mi hija mayor ya se había casado, pero tenía a Yana. Intenté todo: vendí ropa, kits sanitarios... ya no sabía qué hacer”, recuerda Lara. Mientras, ojea unas fotos de la época y encuentra una con su hija y su madre en la estación de tren de Slavuta, su pueblo natal. “Esta fue la última foto que tengo antes de tomar el avión”, precisa.
Lara nació en la Ucrania soviética, pero se mudó mucho. “Mi padre era militar del Ejército Rojo, por lo que viví en Rusia, Ucrania y Bielorrusia. También nos instalamos por mucho tiempo en Siberia, en una base militar”, explica. Ahí terminó el secundario, se casó (también con un militar) y tuvo a su primera hija, Victoria Bazílevich (43). “En esa época, los 70, estaba de moda estudiar Ingeniería, pero no me interesaban mucho los números. Una amiga me propuso estudiar estética y así empecé a cortar el pelo”. Pero en 1989 su marido perdió el trabajo y ella comenzó a hacer changas en varios países. “Me iba a Bielorrusia a vender ropa, fui a Grecia a vender kits sanitarios, no sabía qué hacer y mi esposo estaba sin trabajo”, agrega.
A la par, seguía cortando el pelo. “Un día una clienta me dijo que buscaba gente para trabajar en una compañía de reactores nucleares y le recomendé a mi marido. Primero lo llevaron a hacer una capacitación. Después, me dijo que tenía que ir a Iraq para construir una planta... Y se quedó allá”.
Lara nunca más volvió a ver a su marido. Pero Yana tuvo un encuentro más. “Hablé con él una vez, a los 16, y lo encontré casi por casualidad en 2018. Era la primera vez que iba a Slavuta y aproveché para visitar a mis abuelos paternos. En un momento, una tía me dice ‘Está viniendo tu papá'. Yo no sabía qué pensar... En eso veo entrar a un hombre que solo conocía por fotos con una remera que decía ‘FBI: Female Body Inspector’. En ese momento me di cuenta de que mi viejo y yo no nos íbamos a entender”, confiesa Yana.
-¿Le dijeron que se mudaban a la Argentina?
-Lo único que yo hice, que me parece muy correcto, fue llamarlo por teléfono: “Quiero llevar a mi hija a la Argentina y la voy a llevar, pero necesito tu permiso. Te doy dos semanas para que me hagas el permiso y me lo mandes por fax. Si en dos semanas no llega el fax, te hago un juicio para quitarte la paternidad. Elegí: o haces lo correcto como papá o te hago juicio”, le dije. No mandó nada, así que hice juicio y ahí terminó la historia.
“¿De qué me servía ese anillo?”
Yana salió sola de Bielorrusia, con 9 años, el 23 de noviembre del 2000 para arribar el día siguiente. “Era muy chica y no sabía decir ni una sola palabra en español. No tenía mucho espacio en la maleta, así que me puse todos mis abrigos encima. Mi madre me había dicho que hacía frío en la Argentina, entonces no me atreví a sacarme nada durante el viaje. Estuve todo un día sudando con miedo a enfermarme... Lo que me sorprendió cuando llegué al aeropuerto fue ver que mi madre estaba con una pareja, un argentino, y que me buscaron en un Chevrolet Corsa gris... ¡Para mí era una nave espacial, un cohete!”, recuerda Yana.
“En ese momento ya trabajaba en una peluquería en Peña y Pueyrredón, en Recoleta. Trabajé bastante, pero todo era muy difícil. Yo tenía que alimentar a mi hija, entonces trabajaba 14 horas al día... ya era un abuso”, piensa en retrospectiva Lara. “Fue un momento complicado, pero hicimos lo que pudimos. Recuerdo que vendí mi anillo de bodas para hacerle el cumpleaños a Yana. ¿De qué me servía ese anillo?”, se cuestiona.
-¿Pensaste en volver a Ucrania?
-Sí, en el 2001, pero para mí era retroceder, así que no volví. Fue muy duro y muy feo, pero mi orgullo no me permitía regresar, no quería volver fracasada.
-¿Te arrepentís?
-No, para nada. Acá ya todos me conocen. Me va bien, y me ayudo con la gente del barrio. No tengo por qué volver.
-¿No dejaste familia?
-Sí, a mi hermana y a mi madre. Quiero volver, pero para visitarlas. Sobre todo a mi madre, que está muy grande. Ahora estoy tramitando mi pasaporte argentino para visitarla porque a Bielorrusia no puedo entrar con pasaporte ucraniano.
Yana tuvo una infancia solitaria en Buenos Aires. “Mi madre trabajaba todo el día y yo me quedaba en casa, casi siempre estudiando. La verdad que el primer tiempo lo dediqué a entender castellano. Lo primero que aprendí fue ‘doble carne y doble queso’, que era mi hamburguesa favorita”, recuerda.
Finalmente, con mucho esfuerzo, logró abrir su propia peluquería en La Boca. Tres años más tarde, se mudó a un local sobre la avenida Montes de Oca, en la misma cuadra donde empezó vendiendo café hace 21 años. “Cuando vendía café siempre me detenía a hablar con Hugo, un peluquero de la zona. Hoy somos colegas, estamos al lado, y nos ayudamos cuando nos falta algo. A mí me gusta la competencia porque con la competencia yo voy creciendo. Aprendo, estudio, quiero que nos vaya bien a todos acá”, asegura.
-¿Cómo te afecta la crisis económica actual?
-Ya te dije: no me asusta nada. Además, las mujeres siempre necesitan cortarse el pelo. Cuando no se cortan el pelo es porque están por cortarse las venas. Cuando una mujer se separa, ¿a dónde va? A la peluquería, a hacer un cambio. Y cuando busca un novio, ¿a dónde va?, a la peluquería. Te respondo como antes: la gente siempre necesita comer y cortarse el pelo.
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