Detesto a los ventrílocuos
Era una noche infinita. Por su recorrida habían pasado amores imposibles, otros ingratos, botellas a montones, debates de fin del mundo, sonrisas de utopías oxidadas. El desfile por los bares de Rosario dejó una última puerta abierta. Invitaba una marquesina de bombitas tuertas. Adentro, apenas un puñado de personas; ni siquiera levantaron la vista cuando entramos con mi amigo, El Arrayán, arrasador de cuanta copa le sirvieran. Nos ubicamos cerca del escenario. Al tiempo que nos traían dos gin tonic, él atrajo a unas señoritas a la mesa. El proceso de seducción se interrumpió enseguida. Desde el escenario, un tipo grande como un placard sostenía un muñeco en sus rodillas y jugaba al ventrílocuo. Inesperadamente el patético show se convirtió en una lluvia de ironías hacia nosotros. A través de la voz del tipo grandote, el muñeco nos atacaba impiadosamente. No sé cuál fue el momento en el que mi amigo, harto y fuera de sí, arremetió con insultos y amenazas contra el... muñeco, que contestaba (con voz prestada, claro) cada improperio con una ironía. No recuerdo muy bien, tampoco, hacia qué callejón nos depositó el empujón de un grandote de mandíbula cuadrada y mirada Charles Bronson.
Ya era de día, pero no nos importó. Sobraban por Rosario los bares. Sin ventrílocuos que molestaran gargantas sedientas y seducciones al paso.
(*) El autor es redactor de LA NACION Deportiva
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