Dimitris Kyrsanidis, el crack del parkour
El griego, de 23 años, es uno de los exponentes mundiales de este deporte de obstáculos extremos que algunos elevan al estatus de “arte”. Saltando paredes, puentes y trenes, corrió del Monumental a la Bombonera. Y afirma: "De algo hay que morir"
El griego Dimitris Kyrsanidis puede trepar paredes y edificios, hacer piruetas increíbles, saltar de un tren a otro y arrojarse desde un puente sólo para sacarse las ganas. Pero una de sus hazañas más increíbles la hizo a fin de año en Buenos Aires, cuando no sólo esquivó a un mozo de la pizzería Güerrin en plena calle Corrientes, sino que además, en un solo movimiento, le manoteó una porción de muzza y siguió trotando lo más bien. Este superhéroe urbano tiene 23 años y es uno de los referentes mundiales del parkour o freerunning, una disciplina física que consiste en correr de un punto a otro de la forma más útil y eficiente posible sorteando todo tipo de obstáculos. Kyrsanidis pasó por el país para filmar un cortometraje –se estrena este mes–, desde la cancha de River hasta la Bombonera, saltando y trepándose a todo lo que estaba en el medio.
El idioma le juega una mala pasada a Dimitris, porque ojeando el diario cree entender que el superclásico se juega ese día en el Monumental, pero cuando el taxista lo deja en Núñez se da cuenta de que se equivocó de estadio. Tiene diez minutos para cruzar la ciudad antes de que empiece el partido en la cancha de Boca y no piensa tomarse colectivos ni Uber. Sin perder tiempo, empieza una carrera que no es contra nadie más que contra sí mismo.
Parece un superhéroe, aunque la gente lo mira como a un loco, mezcla rara de penúltimo linyera y de primer polizonte en el viaje a Venus (diría Goyeneche). El pibe se descuelga de techos y rejas, pasa por arriba de autos en movimiento, se saca de encima el tráfico con unos quiebres de cintura y vuela de un tren a otro pegando una increíble voltereta lateral a lo bicho bolita; aterriza en los Bosques de Palermo y serpentea los muros del cementerio de la Recoleta. En el medio, les roba una patineta a unos skaters, detrás de la Facultad de Derecho, y tira unos pasos de hip hop para los raperos que están ahí. Sin respiro, aparece en la calle Corrientes, arma lío esquivando a los mozos de las pizzerías y descubre el Obelisco. Para no achancharse, salta desde el Puente de la Mujer, en Puerto Madero, y aterriza en un barco, que casualmente es del velista olímpico Santiago Lange. Previas peripecias por San Telmo y Caminito, llega a la Bombonera, se da cuenta de que perdió su entrada y decide brincar sobre un par de paredes más. Desde el ladrillo más alto del estadio, contempla la ciudad y, satisfecho, muerde su choripán.
Sólo viendo el CV de este muchacho se entiende que haya desafiado tanto la gravedad sin ligar un solo rasguño. Campeón mundial de parkour en 2014 y 2015, en la Red Bull Art of Motion, la carrera de freerunners más importante del año –realizada desde 2012 en la isla griega de Santorini–, Dimitris es un atleta de renombre mundial, mezcla de Iron Man flacucho e influencer, porque grandes marcas de ropa usan sus redes sociales para promocionar sus productos.
Lo que hizo en Buenos Aires son sólo partes de este cortometraje, dirigido por Hernán Belón (conocido por su film Sangre en la boca, con Leonardo Sbaraglia) y producido por la bebida energizante. “Las cosas que le he visto hacer son increíbles. Lo más lindo fue que hubiera conflictos en el trayecto y que Dimitris tuviera que resolverlos sobre la marcha”, cuenta el realizador, que filmó cortos similares sobre wakeboard en Salinas Grandes (Jujuy), y acerca de la aventura del biker Danny MacAskill en Epecuén, provincia de Buenos Aires.
Para entender por qué Dimitris se empeña en hacer semejantes proezas en vez de quedarse tragando su bol de cereales frente a la Play como haría cualquier adolescente en sus cabales hay que rastrear los orígenes del parkour y qué extraño deseo activa en algunas personas. La palabra deriva del francés parcours du combattant, una clásica carrera de obstáculos de entrenamiento militar desarrollada en Francia durante la década del 80. El padre de la criatura es Raymond Belle, que con su hijo y un grupo de amigos igual de chiflados que él se hicieron llamar los Yamakasi. Fue gracias a esta troupe que la disciplina se popularizó a fines de los 90 y comienzos del nuevo siglo.
En el parkour es importante la palabra "trayecto", porque siempre hay desplazamientos en un terreno que, por sus anomalías, pone a prueba el poderío físico y mental. Se da una suerte de "hazlo tú mismo" extremo: si para llegar a la otra punta de la ciudad es necesario pasar por encima de un basural, una montaña o seis elefantes apilados, se hace. Como sea. En la jerga hay movimientos como el mono, en el que el traceur (en francés vendría a ser el que ejecuta el trayecto o trazo) corre a gran velocidad, apoyando las manos en el piso y pasando los brazos entre las piernas, como un chimpancé.
Tanto ha crecido esta actividad que hay adeptos que se enojan cuando tratan de etiquetarla. Esto pasó en agosto pasado, cuando la Federación Internacional de Gimnasia (FIG) incluyó al parkour bajo su paraguas y llegó a proponerlo como deporte olímpico. La idea no le pareció tan delirante al Comité Olímpico Internacional (COI), que viene agregando nuevos deportes urbanos, como básquet de tres contra tres, escalada deportiva y skate boarding al programa de los Juegos de Tokyo 2020. “Se pierden la cultura, la herencia, la autenticidad, el tejido que hace de este deporte y esta comunidad lo que es”, contestó Eugene Minogue, vocero de la Parkour Earth, la entidad que agrupa a estos lunáticos, en una carta presentada el mes pasado.
UN ARTE Y UN TRABAJO
Hace dos años, la ciudad de Buenos Aires se jactó de inaugurar el primer parque público de parkour de América latina, en el Parque Alberdi de Mataderos (Directorio y Lisandro de la Torre), con estructuras tubulares, paredes de escalada y obstáculos diversos. También existen varios sitios donde se enseña esta actividad, como la Escuela Integral de Parkour, en Villa Crespo, así como grupos de entrenamiento que se multiplican vía Facebook y un gimnasio especializado –Doup!, en Chacarita–, que fue visitado por Dimitris.
–¿Qué pensás del nivel de parkour en la Argentina? ¿Qué viste en ese gimnasio?
–Me queda claro que Buenos Aires no es un lugar específico para parkour, como Myanmar o Dinamarca, en donde hay más de 120 parques habilitados para entrenar. Pero me sorprendió mucho lo que vi en ese gimnasio. Quizás el parkour no sea popular acá, pero el nivel es realmente bueno.
–Se está intentando que sea deporte olímpico en 2024. ¿Qué es para vos ser un traceur?
–Es un estilo de vida, un deporte, un arte y también un trabajo. Un arte porque creás tus propios movimientos todo el tiempo. Visto desde afuera puede parecer una locura saltar de un árbol o un edificio, pero es una búsqueda personal y un acto de creación.
Dimitris nació en la ciudad de Salónica, la segunda de las más importantes de Grecia, y vive en la casa de sus padres (“es muy común en nuestro país”, se ataja). De chico le gustaban el fútbol y otros deportes que llama “convencionales”, pero un día vio gente corriendo y saltando por su barrio y los siguió. Y, a lo Forrest Gump, nunca más paró. “Les pedí que me dejaran acompañarlos y en una semana ya estaba haciendo cosas que ellos habían tardado tres años en aprender”, recuerda.
–¿Cómo fue el aprendizaje?
–Tenés que saber cuáles son tus limitaciones e ir paso a paso. Si no, te podés lastimar. Empecé con los flips [vueltas en el aire] laterales y me fui especializando en eso. A los 13 años ya pensaba en objetivos, en todo lo que quería conseguir en esta disciplina. Nadie sabe por qué hace las cosas, por qué va a la escuela o trabaja. Yo tenía esta pasión y una meta: quería lograr los mejores side flips (saltos laterales) de Grecia. En algún punto lo logré. No pensaba tanto en competir; era mi forma de pasarla bien y un arte que no todos pueden hacer.
–¿Cómo es un día en tu vida? ¿Entrenás duro para hacer lo que hacés?
–Me despierto muy tarde, porque estoy toda la noche moviendo mis redes sociales. Soy un influencer y muchas empresas se muestran a través de mi perfil de social media. Después de comer juego a la Play y entreno con mis amigos. Me anoté en la carrera de ingeniero automotor, pero nunca fui a las clases. No quería estar ahí y quemar mis neuronas todos los días. Tengo mi propio equipo en Los Ángeles, que se llama Tempest Free Running, con tres gimnasios enormes de parkour en L.A. y San Diego. Me gusta viajar y lo estoy logrando, pese a que en este momento hay una gran crisis en mi país y todo es más difícil. Estuve en Myanmar, Dinamarca, Marruecos, Tailandia y Estados Unidos.
–¿Hay algo que te dé miedo hacer?
–No es un tema de miedo. Hay que prepararse y hacer las cosas paso a paso, en forma progresiva, aprender a rodar en las caídas, conocer las posibilidades de tu cuerpo. Hubo un tiempo en que hice flips desde edificios muy altos y cuando vi lo que había hecho me asusté. Fue riesgoso. Pero bueno, de algo hay que morir, ¿no?