Los discos de Bon Iver son siempre una aventura. Sonora e incluso existencial. Desde que su notable debut, For Emma, Forever Ago (grabado hace más de 10 años en una pequeña cabaña de Wisconsin), se erigió precozmente como estandarte del indie folk de la década pasada, este músico de la misma estirpe de un prócer alternativo como Bonnie Prince Billy fue diseñando cada álbum con una impronta conceptual singular, desafiante y, sobre todo, muy consistente.
En aquella celebrada aparición en escena de 2008, Justin Vernon (el hombre detrás del nombre) dibujó su propia hoja de ruta de Estados Unidos, con la tinta de aquello que había vivido y soñado. De ese disco cargado de experiencias de vida y deseos profundos susurrados en un ambiente muy austero pasó a otro (Bon Iver, de 2011) repleto de invitados e instrumentos (guitarras, sintetizadores, cuerdas, vientos), y orientado a demostrar que también era capaz de trabajar una faceta artística completamente diferente. Y después llegó 22, A Million (2016), un regreso a la cuerda intimista en el que expuso con valentía los ecos de una evidente fractura del yo sometiendo su voz a una sobrecarga de efectos.
Con i, i (2019), disco de reciente aparición, puede observarse como un condensado de todos los recursos que domina este original cantautor, la consolidación de un estilo propio que ya se ha vuelto distintivo sin necesidad de pensarse homogéneo. Bon Iver tiene personalidad e ideas, dos cualidades que no sobran en la música popular actual.
Con la compañía de invitados muy bien elegidos (James Blake, Moses Sumney –atención con Aromanticism, su muy buen primer álbum–, Jenn Wasner, la dulce voz de Wye Oak), Vernon canta con más convicción que nunca, apoyado en un tapiz sonoro de inspiración cubista: estructuras poco convencionales desarrolladas a través del despliegue de una gran inventiva para echar mano a decenas de trucos de estudio.
Las letras de i, i son mayormente impenetrables, una condición que las primeras críticas publicadas sobe el disco no celebraron (el diario inglés The Guardian habla directamente de "poesía mala"), pero por alguna razón provocan una inevitable melancolía. Más de una vez Vernon parece acudir adrede al mondegreen, el malentendido que se produce cuando escuchamos mal una frase de una canción o un poema y creamos automáticamente una expresión homófona (mismo sonido, diferente campo semántico), y suaviza con ese gesto lúdico un repertorio atravesado por confesiones oscuras y angustiantes. Cuando son más simples y directas, apuntan a las emociones básicas: la protección materna frente a la agresividad de un mundo incapaz de escapar de la esclavitud del dinero.
Pero si hubiera que destacar una virtud de Bon Iver es la de su talento como arreglador. En este nuevo disco, esa capacidad explota y conduce a las canciones por múltiples direcciones, trazando un mapa musical impresionista que cautiva durante los 40 minutos que dura. Vale la pena, para usar apenas una referencia que prueba esa fortaleza, prestarle atención a cómo suena en el disco cada intervención del saxo, un instrumento siempre peliagudo cuando aparece fuera de contextos donde su eficacia es conocida (jazz, ska, salsa) y que aquí brilla gracias a la sutileza con la que Vernon lo utiliza. Si sus fronteras musicales se siguen ampliando de esta manera, deberíamos empezar a hablar de uno de los músicos más relevantes de su generación.