Dos meses a bordo: cómo es vivir regidos por el agua, el sol y el viento
Hasta hace poco, entrábamos y salíamos de la naturaleza, navegábamos una tarde por el río, íbamos al parque los domingos, intentábamos conectar con el agua, la tierra y el aire, pero siempre en situaciones más o menos controladas. Hoy, desde hace 60 días, vivimos y navegamos a bordo de un velero de acero de 9 metros, por la costa de Brasil. El plan es pasar más tiempo juntos, aprovechar los primeros años de Ulises, y vivir al son de mar. Claro que esto último tiene sus efectos , buenos y malos, algunos que habíamos calculado, y otros que nos tomaron por sorpresa.
Empecé a pensar en esto hace unos días. Estábamos en el cockpit tomando mate gaúcho mientras atardecía; el sol recortaba el perfil de unos pescadores que tiraban redes a un mar de aceite, un espejo apenas ondulado que reflejaba el cielo naranja, violeta, turquesa, rojo, amarillo. Fue un momento que se estiró, Juan había sentado a Ulises sobre la botavara y lo abrazaba para asegurarlo. Entre risas y mates, de repente vimos que se le caía una lágrima. Puede ser difícil de creer, pero nuestro hijo de dos años y poco se había emocionado.
1. El sol
Juan trabajaba de lunes a viernes en una oficina, como psicólogo en una empresa. Salía de casa a las 8:00, volvía a las 17:00, y sólo se preocupaba por el clima en términos de vestimenta, si llevar o no paraguas, si ponerse los zapatos buenos o los que habían quedado relegados para los días de lluvia. Ahora Juan trabaja de pintor, electricista, carpintero, navegante; y en todas estas versiones, depende del clima: si está demasiado húmedo para darle otra mano, si el viento sopla de acá o de allá y con qué intensidad, si se puede o no desembarcar con el gomón, si hay sol para cambiar los burletes de los tambuchos, o llueve a cántaros y todo se posterga hasta nuevo aviso. En mi caso es todo lo contrario, me dedico a escribir y editar cada vez que el cielo se cierra y no se puede aprovechar para ir a la playa o hacer compras. Las rutinas de trabajo a bordo del Tangaroa2 están regidas por la naturaleza en un cien por ciento.
2. El viento
Si para vivir y trabajar en un barco es clave el guiño de los elementos, para navegar es todo. Hay una regla de tres en nuestra escuela de náutica, según la cual navegar es seguro cuando por lo menos dos de estos tres factores están ok: la tripulación, el barco y el clima. En nuestro caso, con el barco en óptimas condiciones, pero tripulación escasa (mi prioridad siempre es el bienestar y la seguridad de Ulises ); el clima es absolutamente determinante. Gracias a que tenemos buena conectividad a bordo, chequeamos tres pronósticos en los que confiamos, varias veces al día, y viajamos sólo cuando son muy buenos. Léase "buenos" de una manera diferente a quien planea un asado para el fin de semana: por ejemplo, para navegar desde Buenos Aires hasta Florianópolis hubo que esperar "mal tiempo", esto es, viento sur, frío, que suele llegar con tormenta.
3. La luna
Nuestra casa flota, se mece suave o se sacude como loca según el nivel de ola, se calienta cuando pega el sol del mediodía, y se puede ir contra las piedras a partir de una decisión errada. Y lo cierto es que tomamos este tipo de decisiones varias veces por día, cada vez que zarpamos, cuando doblamos costones de piedras y cuando elegimos la bahía donde pasar la noche. Además de los pronósticos, desde que vivimos en el Tangaroa2 le prestamos mucha atención a las fases de la Luna, que definen la amplitud de mareas (qué tanto baja o sube), por ejemplo, para no quedarnos varados cuando hay lunas llenas o nuevas.
4. La tierra
En los viajes siempre nos gustó jugar a los exploradores: buscamos cocos en playas de México y de las Islas Vírgenes, pescamos y recolectamos frutos de mar en piedras del Pacífico en Nueva Zelanda, y trepamos a cantidad de frutales a la caza de manzanas, pitangas, moras, nísperos… Hoy no vivimos de lo que nos da la naturaleza, no estamos en una misión de supervivencia, pero cada vez que pica un róbalo, o hay tatuiras en la arena para usar de carnada, o cuando damos con un árbol bien cargado de goiabas o paltas, lo recibimos como un gran regalo, y lo hacemos rendir. Sobre todo eso, porque al vivir a bordo todos los recursos son muy preciados: el agua, la comida, el gasoil, la electricidad. Nuestra alimentación cambió muchísimo en estos dos meses, no sólo porque vivimos en un barco, con las posibilidades y las limitaciones que esto significa, sino porque aprovechamos lo que dan la tierra y el mar acá en el sur de Brasil.
5. El mar
Al pasar más tiempo del lado de afuera, el cuerpo está más expuesto al frío, al calor, al sol, a la lluvia, a los golpes y patinazos, al mar. Muchas veces sufre, y muchas otras agradece, pero sobre todo, se adapta, gana fuerza, se entrena. Entrar y salir por la escotilla, cargar bidones de agua, remar, nadar, pescar con red, mantener el equilibrio con el barco escorado, izar velas, levar anclas… todo merece un esfuerzo, y genera un cansancio genuino, que nos hace dormir muy bien por las noches.
En esta primera etapa del viaje aprendimos que la naturaleza manda, y que hay que saber leerla para tomar buenas decisiones y aprovechar todo lo que da. Como navegantes, estamos seguros de que si podemos avanzar hacia el norte, es gracias al barco y gracias al mar, que nos deja pasar. Los griegos adoraban a Poseidón, los polinesios a Tangaroa, y por estas latitudes también le rendimos ofrendas a Yemanyá.