Crónicas masculinas. El dios de los fierros
Por Alejandro di Lazzaro (*)
El hombre de mameluco azul y manos engrasadas levantó el capot del auto y puso cara de catástrofe. Fue como si un frío facón de campo se hubiera metido en mi plexo, por la espalda. El mecánico se tomó el mentón y lanzó unas palabras incomprensibles: cojinetes, árbol de levas, chiclé. "¿Es grave?", pregunté como el familiar de un paciente desahuciado que consulta al especialista con la esperanza de que el cuadro se haya revertido.
El hombre -que a esa altura era un semidiós que tenía en sus manos la potestad de devolverle la vida al auto- sólo habló de plazos y valores. Me pareció un poco material la respuesta, pero entendí que era el único camino para la felicidad de los fierros. Tres o cuatro días y 700 pesos eran mucho en todo sentido. Intenté en vano que plazos y valores se achicaran de modo proporcional. Una nueva retahíla de palabras del tenor de bujes, bancada, biela se descargó sobre mí. Como una trompada de Tyson. Era el justificativo de tanto tiempo y tanto dinero. Y me entregué, qué iba a hacer.
Eso sí, después de una semana (¿alguien pensó que esos cuatro días no se estirarían?) ando con mucho cuidado en el auto y salgo poco... No dejan de retumbar en mí esas expresiones tan definitivas, acompañadas de los gestos del mecánico, que presagiaban el destino hacia la Chacarita del vehículo. Y, por qué no decirlo, no me quedó ni un mango para la nafta.
(*) Subeditor de Política
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