El gesto inadecuado
Todo termina, también nuestra serie de relatos de finales felices. Naturalmente, termina muy bien, con un cuento especialmente escrito por Marcelo Birmajer, uno de nuestros mejores narradores jóvenes. Las ilustraciones son, como siempre, del maestro Nine
No podía decirse que hubiera tomado demasiada cerveza. Muy por el contrario: a los pocos vasos descubrió que aquella era una de esas noches en que no podría emborracharse, y que insistir en el alcohol, más que una velada alegre, le depararía un retorcijón de estómago por la madrugada. De modo que abandonó la cerveza y tomó agua helada. Sin embargo, ahora que la fiesta había terminado, mientras su esposa se quitaba el maquillaje en el baño, sentía incómodo el cuerpo. En la boca le faltaba saliva y le pesaba la lengua. Veía su panza más protuberante de lo que la había visto en el último mes -llevaba cerca de tres meses cuidándose con las comidas-, y sentía en el estómago una mezcla extraña de hambre y hartazgo. Nada le dolía, pero una sensación de náusea sin consecuencias le recorría el cuerpo. La sentía en la cabeza, en la boca, en el estómago, y levemente en las plantas de los pies. Era una náusea que no se concretaría, y aun así persistentemente molesta, como esos estornudos que no estallan. Se tiró en la cama y prendió la tele, con la esperanza de que la posición y las imágenes le permitieran olvidarse de sí mismo.
Su hijo pequeño dormía en lo de su suegra y, desde antes de salir con su esposa hacia la fiesta, flotaba en el aire matrimonial la idea de que aquella noche harían el amor. Pero el señor Helms no estaba ahora de humor. Tampoco parecía estarlo su esposa. Su rostro, el de su esposa, como tantas otras miles de veces, en algún momento de la noche, muy posiblemente en el ascensor que los sacaba del edificio de la fiesta, se había detenido en una mueca de frustración, de enojo, de oculto desagrado. El señor Helms no se atrevía a preguntar qué le pasaba.
-Nada -diría su esposa-. Nada. No me pasaba nada. Pero ahora que me preguntaste, me pusiste mal.
No era una conversación que estuviera dispuesto a soportar. Prefería que su esposa se fuera a dormir, que lo rechazara tácitamente, enojada por motivos que sólo ella comprendía, antes que arriesgarse a iniciar una discusión a aquellas horas y en aquellas circunstancias.
Cuando regresó del baño, su esposa le sonrió falsamente. Luego apagó la luz y caminó hacia la cama con la actitud cansina de quien sólo busca un sueño reparador y nada quiere saber del mundo. Al menos, proponía un pacto justo: no se le entregaría, pero tampoco haría explícito el motivo de su enojo. Al señor Helms le parecía un buen acuerdo. El señor Helms, incluso, se propuso mantener cierta farsa: hacerle creer a su esposa que en realidad él se encontraba perfectamente preparado y deseoso, y que su esposa, al apagar la luz para dormir, lo estaba rechazando. Esto supondría una ventaja para el señor Helms en alguna futura contienda: su esposa lo habría rechazado precisamente en la noche exclusiva para ellos.
El señor Helms sonrió en la oscuridad, envanecido de su inteligencia.
¿Cuál debía ser el gesto que le permitiera irse a dormir, y permitir dormir a su esposa, y al mismo tiempo dejara sentado que él sí había estado dispuesto a utilizar sensualmente aquella noche?
La decisión del gesto y el alivio físico llegaron simultáneamente. Al apagarse la luz y la televisión, el señor Helms se sintió inmediatamente mejor. Fue un cambio notable: todas sus molestias se disiparon. La oscuridad era fresca, se respiraba con facilidad, su cuerpo parecía reconciliado con él. Al mismo tiempo, puso la mano de un modo particular bajo la nuca de su mujer. Descubrió que su gesto, finalmente, no era falso. Un latigazo de deseo reemplazó al pasado remedo de resaca. Ahora estaba a solas con su esposa en la cama, excitado y tranquilo, sin nadie para molestarlo, y si ella le decía que no, ya no sería una estrategia con cosecha futura, sino un problema para dormir. La mano del señor Helms descendió por la espalda de su esposa.
-¿Por qué nunca hablas en las fiestas? -preguntó ella.
El señor Helms tardó en reaccionar. No sabía si debía retirar inmediatamente la mano, si era su gesto lo que había provocado aquella frase extemporánea de su esposa, o si, por el contrario, debía mantener la mano allí hasta que ella descubriera que aquella noche no estaba hecha para discutir.
El señor Helms reflexionó al respecto sin retirar la mano, y finalmente arribó a una conclusión que le resultó racional: mi esposa estaba enojada por algún motivo, pero dispuesta a dejarlo ir con la noche a cambio de no tener que hacer el amor, pues no tenía ganas. Cuando yo he puesto mi mano en su nuca, he roto este pacto tácito: ahora podrá desahogar su enojo y evitar hacer el amor en un solo movimiento. Lo que me pareció una estrategia para el futuro, me ha arruinado el presente. Eso me pasa por mezquino.
Retiró la mano y permaneció en silencio. Tal vez su esposa aceptara este armisticio. Tal vez ella también permaneciera en silencio. Pero el señor Helms se equivocaba: las estrategias pueden mejorar el futuro o empeorar el presente, pero en ningún caso deshacen el pasado.
Si su esposa había dicho una frase, no podía dejarla colgar del aire como si nunca hubiese sido dicha, aun cuando el objetivo real de la frase hubiera sido rechazar sexualmente a su marido. Para mantener una idea ética y de cordura ante sí misma, ella debía insistir en que le fuera respondida la pregunta.
-¿Ahora tampoco vas a hablar? -le preguntó en un tono en el que la ironía y la agresividad se ocultaban mutuamente.
El señor Helms deseaba ser sincero: -Mi amor -quería decirle-, yo tampoco estaba especialmente entusiasmado con hacer el amor. Es cierto, cuando te toqué me excité de veras. Pero mi intención, al tocarte, fue tan espuria como los motivos que te llevan a vos a preguntarme por qué no hablo en las fiestas. De modo que, te suplico, si no deseas hacer el amor conmigo, simplemente duérmete, y yo transcurriré silenciosamente mi insomnio, me lo tengo merecido. Pero no me ataques a esta hora de la noche, de la madrugada.
Sin embargo, el señor Helms sabía que, en esa instancia, la crasa sinceridad les estaba vedada. De intentar semejante respuesta, sólo lograría que su esposa agregara, a la pregunta de por qué no hablaba en las fiestas, una lista de reproches de más irritante factura.
-Hoy hablé -dijo el señor Helms.
-De compromiso -dijo ella.
-Como todos- dijo el señor Helms. -¿Qué es lo que no te gusta de esta gente? -preguntó ella.
-En realidad, no hay nada que me guste -dijo el señor Helms-, pero tampoco nada que me disguste. Tengo mis amigos, con los que la paso bien. Igual que vos tenés los tuyos. Pero, en estas fiestas de matrimonios, me parece imposible hablar de algo que me interese. ¿Cómo podés hacerte amigo de dos personas a la vez? Yo casi nunca me hago amigo de las esposas de mis amigos.
-¿Te sentís demasiado inteligente para esta gente?
En la pregunta de su esposa ya aparecían las encrespadas nubes de la guerra conyugal.
-La verdad es que sí -dijo el señor Helms sin vergüenza-. Pero también me siento más inteligente que muchos de mis amigos y, sin embargo, son mis amigos. No es porque me sienta más inteligente que no hablo, es simplemente que no encuentro temas para compartir.
-Sin embargo, Befraldi estuvo muy entretenido.
-Sí, es verdad -dijo el señor Helms.
-Contó chistes.
-Muy buenos chistes -apuntó el señor Helms.
-¿Y por qué vos no podés contar chistes como Befraldi?
Al señor Helms le costó entender el sentido de la pregunta de su esposa, pero después de unos segundos se las arregló para contestar.
-No soy bueno para memorizar chistes. De todos modos, no tenía ganas de contar chistes en esa fiesta.
-¿Y qué tenías ganas de hacer?
"Meterme bajo el escote de la dueña de casa", pensó el señor Helms, pero no lo dijo.
Entonces sonó el teléfono. En su propia casa. A las dos y media de la madrugada. Los dos se abalanzaron sobre el aparato: el nene estaba en lo de la suegra.
La esposa del señor Helms atendió primero.
-¡Hola! -gritó.
Y luego, también gritando: -¿Todo bien?
De lo cual el señor Helms dedujo que era efectivamente su suegra. Pero la oscuridad no le permitía ver las facciones de su esposa, saber si eran de alivio o de espanto.
-Ah -dijo su esposa-. Estuviste bien.
El señor Helms tiró del camisón de su esposa.
-Esperá un minuto -le dijo su esposa a la suegra, en el teléfono. Se dirigió al señor Helms en la oscuridad: -El nene se acaba de levantar. Pide por vos. Mi mamá dice que no hace falta que lo vayamos a buscar. Cree que si le hablás un poco y toma un vaso de agua después sigue durmiendo.
-Pasámelo- dijo el señor Helms.
Su mujer le pasó el teléfono inalámbrico, y el señor Helms escuchó los movimientos del teléfono en la casa de su suegra, pasando a las manos de su hijo de 3 años.
-Hola, mi amor -dijo el señor Helms.
-¿Por qué te fuiste, papi? -dijo su hijo.
-Ya te expliqué, mi amor -dijo el señor Helms- Fuimos con mami a una fiesta. A vos te gusta quedarte a dormir en lo de la abuela.
-Pero yo quiero que te quedes conmigo.
-No me puedo quedar a dormir ahí -dijo el señor Helms-. Si querés te voy a buscar, pero te traigo para casa.
-No, quiero dormir en lo de la abuela -dijo el chico-. ¿No podés venir?
-Mañana a la mañana -dijo el señor Helms- Ahora dormí, tomate un vaso de agua y dormí. Yo mañana, cuando te despiertes, te voy a buscar. ¿Querés?
-Bueno -dijo su hijo.
El nene le pasó el teléfono a la suegra, y el señor Helms a su esposa. Madre e hija hablaron aproximadamente cinco minutos, tranquilizándose la una a la otra. El señor Helms se sacó el calzoncillo y permaneció desnudo bajo las sábanas. El teléfono había derramado nuevamente la promiscuidad sobre la familia humana: había vuelto a entremezclar, sin pudor, sin reglas, los parentescos más diversos con las acciones humanas más ocultas. Uno podía hablar por teléfono, desnudo, con su propia madre. Podía interrumpir un abrazo sexual para atender el llamado de una hermana, hablar con cualquier pariente bajo la ducha. El teléfono era impúdico, un pasaporte entre nuestro mundo y el de Sodoma y Gomorra. Finalmente, su esposa cortó.
-Ya se había dormido -le dijo al señor Helms. Y por un segundo pareció bien dispuesta.
Ella alzó una sábana, la soltó, se introdujo en la cama, se tapó y dejó caer su cabeza sobre la almohada. Cualquier desprevenido hubiese pensado que se disponía a dormir, pero el señor Helms podía sentir la tensión en los párpados enrollados de su mujer, las pupilas congeladas en una crispada reflexión, el ceño alerta.
-Si por lo menos no dijeras una palabra -dijo ella finalmente-. Al menos la gente podría pensar que te pasa algo; pero decís las dos o tres palabras necesarias como para pasar totalmente desapercibido.
-Como la carta robada -dijo el señor Helms, hablando consigo mismo.
-Qué carta robada -reaccionó su esposa.
-Soy tan funcional que no se me distingue -cerró el diálogo consigo mismo el señor Helms.
-Me gusta pasar desapercibido -agregó.
-A mí, no -dijo su esposa-. Y queda como si despreciaras a la gente.
-¿Quién es la gente? -preguntó el señor Helms.
-La gente son el resto de las personas de la fiesta -dijo con un principio de furia la esposa del señor Helms.
-¿Y a vos te parece que cada uno de ellos estaba pensando acerca de cómo debía comportarse conmigo para que yo no me sintiera mal?
-No -dijo la esposa con rapidez-. Naturalmente se comportaron como cualquier persona en una fiesta: contando chistes, proponiendo temas, recordando anécdotas.
-Befraldi y vos trabajan juntos -dijo la mujer-. Yo te diría que hasta son parecidos...
-Bueno -la interrumpió el señor Helms-. Gana el doble que yo, y está por lo menos dos puestos arriba mío.
-Pero pertenecen a un nivel cultural similar -dijo ella-. Y viven experiencias parecidas, aunque con distintos niveles de responsabilidad. ¿Por qué él puede contribuir a animar una fiesta y vos hacés todo lo contrario?
-Supongo que Befraldi es más simpático que yo -dijo el señor Helms, anonadado. Su esposa estaba perdiendo toda medida.
-No -dijo su mujer-. Vos sos mucho más simpático que él. Basta con verte con tus amigos. Pero te emperrás en hacerte el escolar cuando vas a una fiesta conmigo.
-Querida -dijo finalmente el señor Helms-. Hoy es la primera noche en tres meses que estamos solos en casa; sé que cometí el error de pensar que eso quizá nos inclinaría a proporcionarnos placer el uno al otro. Pero puesto que tal cosa es imposible: ¿por qué arruinarnos la vida de esta manera? ¿Por qué al menos no aprovechar para dormir, con la seguridad de que nuestro hijo no nos despertará a las 4 de la mañana, como acostumbra?
-Ya son las 3 -dijo su mujer, aunque no quedaba claro el sentido de tal señalamiento.
-No estoy de acuerdo -siguió su mujer más calmada- con que cada vez que nuestro hijo duerme fuera de casa yo tenga que entusiasmarme espontáneamente como una adolescente. No estoy obligada a excitarme sólo porque nuestro hijo no está en su pieza. Y respecto a esta charla, me parece un buen momento para mantenerla: precisamente porque no está nuestro hijo. Podemos hablar tranquilos.
-O sea que no te sentís obligada a pasarla bien -dijo el señor Helms-. Pero sí te sentís obligada a hacermela pasar mal.
-No es cierto -respondió no muy convencida su esposa-. Te estoy planteando un tema que me preocupa, que ya se repitió en varias fiestas. No me gusta ver que los esposos de las otras participan de la fiesta con alegría y vos te quedás callado como una ostra. Peor: como una ostra que dice las palabras justas como para que no la molesten.
-Lo lamento mucho -dijo el señor Helms-. Hay muchas facetas de mi carácter que cambié gracias a vos. Me visto mejor, como mejor y los días de calor me baño dos veces. Todo eso te lo debo. Pero en esto no te voy a poder ayudar: me gusta como soy en esta clase de fiestas.
-¿Sabés lo que me parece a mí? -dijo su mujer, sorprendentemente irritada-. Que Befraldi te lleva dos puestos porque es capaz de ser simpático con los extraños, no sólo con sus amigos. Que gana el doble porque es capaz de sociabilizar.
-Es muy probable -dijo el señor Helms intentando contener la herida.
-Yo creo que vos sos el doble de capaz que Befraldi -apuntó su mujer con la clara intención de suavizar-. Pero tu desprecio por los demás no te sitúa en un trono. Al revés, te deja fuera del palacio.
-Es muy probable -repitió el señor Helms-. Pre-fiero dormir en mi casa. Y hablando del tema: durmamos.
Se tiró hacia su costado de la cama y apoyó con energía la cabeza en la almohada: era el movimiento de alguien que se sabe insomne, pero que pretende no ser molestado. Su esposa permaneció mirando el techo. Los ojos de ambos se habían acostumbrado a la oscuridad y el señor Helms imaginaba la expresión boquiabierta de su mujer.
Totalmente despreocupada de la actitud del señor Helms, la esposa dijo: -¿Por qué no podés al menos intentarlo? A la pregunta, siguió un silencio.
El silencio se prolongó.
"¿Se dormirá ahora?", caviló el señor Helms.
Como cuando uno quiere espiar si un niño se ha dormido, sabiendo que el menor ruido o movimiento desacertado puede despertarlo, el señor Helms simuló un remedo de giro sin despegar la cabeza de la almohada y miró por el rabillo del ojo a su esposa: estaba despierta, los ojos abiertos como los de una muñeca, pensando. Podían escucharse los engranajes de su cerebro motorizados por un fluido borboteante.
-Te voy a decir una cosa -dijo resignado el señor Helms-. No debería decírtela y voy a pagar caro por hacerlo. Frente a mí mismo voy a pagar caro. Pero te la voy a decir para que te dejes de molestar.
Su esposa resopló con ironía, burlona y agresiva a un tiempo.
-Befraldi tiene una amante -dijo el señor Helms.
La esposa permaneció muda.
-Una piba de dieciséis años. Tal vez por eso está tan contento.
En el silencio que sobrevino, el señor Helms y su esposa no podrían haber dicho a ciencia cierta si estaban a oscuras o no. El alba ni siquiera se acercaba, pero reconocían las cosas que poblaban el dormitorio.
-¿Es de la oficina? -preguntó la esposa. Y el señor Helms descubrió en el tono de la pregunta una clara dosis de admiración, de comprensión. Lo había contemplado como una posibilidad, cuando le hizo el comentario a su esposa. Su esposa entendía a un hombre con escapadas, que le permitían mantener el buen ánimo y comportarse incluso como un mejor marido: simpático, atento, sociable.
-No -dijo el señor Helms-. No es de la oficina. Es una chica de una casa pobre. La conoció en un tren. Los que la vieron dicen que es una hermosura, que parece una actriz italiana.
Ahora sí, el cielo de la madrugada clareó.
La esposa del señor Helms no contestaba. El señor Helms la vio cerrar los ojos. Tal vez ahora sí se durmiera, con las primeras luces del alba.
Pero el señor Helms aún no la dejaría dormir. No se dormiría con una tibia sonrisa en los labios, fantaseando con Befraldi y la joven belleza pobre e italiana.
-Pasado mañana -dijo el señor Helms-, Befraldi abandona a la mujer. Se va con la piba a Chile. Lo mandan como gerente general a Chile y le importa un comino el resto. Se va con la piba. Ya es seguro.
Los ojos de la mujer se abrieron como si el señor Helms hubiese encontrado finalmente el número de combinación de un candado. La vio retener primero el aire, y luego soltarlo involuntariamente. El asombro y el espanto cobraban forma y materia en el aire que su esposa expulsaba por la boca.
-¿Sabés? -le dijo el señor Helms a su esposa, como si hablara de algo que no tuviera la menor relación con la información que acababa de dar-. A mí, para apartarme de mi hijo, tendrían que descuartizarme. Quiero decir: es tal el magnetismo que me une a mi hijo que si alguien intentara separarme, seguramente me rompería el cuerpo. O yo se lo rompería a ese alguien.
Los dos esposos guardaron silencio. El cielo estaba celeste.
El silencio duró unos diez minutos y el señor Helms se adormeció.
La mano de la esposa subió por una de las piernas del señor Helms. Los dedos de su esposa atisbaron el entremuslo.
El señor Helms meditó con calma: podía dejarla hacer, o fingirse dormido. No sabía aún si elegiría la venganza o la reconciliación.