Andrés Travacio halló por azar un nuevo género de flor autóctona, el zefirante, y le dedicó años a su cultivo. Ahora busca difundir, proteger y llevar al mundo la especie. Por Lucía Dozo
El descubrimiento estuvo librado al azar. En la vieja casona familiar de Fisherton, en las afueras de Rosario, uno de los grandes macetones de la entrada se rompió. Fue Andrés Travacio, el más grande de los hermanos e ingeniero agrónomo, quien encontró los bulbos perdidos entre la tierra seca. Esa misma tarde los trasplantó, paciente, y con la primavera brotó una flor desconocida. Días después, Andrés invirtió toda una tarde de octubre en aquel 2004 consultando distintos libros de botánica. La información era casi inexistente, pero había un nombre que aparecía como una revelación: zefirante.

La curiosidad lo movió a buscar otros macetones perdidos. Como su abuela había tenido, debía haber otras abuelas que conocieran la flor. Con el tiempo se armó de una colección de semillas e historias.
Nativa de la pampa húmeda, el zefirante es una flor perenne, actualmente amenazada. Se decía que, en la época de la conquista, los pétalos blancos brillaban a la orilla del Paraná refractando la luz; entonces, cuando los españoles llegaron en los barcos, confundieron las flores con piedras preciosas. Pero, claro, esa es la visión romántica. Lo seguro es que, dos siglos después, el bolsillo ajustado de los inmigrantes hizo que las usaran para decorar parques y jardines, hasta que llegaron los crisantemos y las rosas, y los zefirantes cayeron en una suerte de olvido botánico.
Aquella recolección de semillas le permitió al ingeniero crear un banco para lo que fue un largo programa de mejoramiento, algo inédito con este género floral. Mediante la técnica, y bajo la consigna de hacer prevalecer la especie, buscaba adaptar la flor a las demandas del mercado –esto implicaba lograr una floración que perdurara más tiempo, nuevos colores y fragancias–. El primer objetivo fue conseguir un mejor ciclo reproductivo, es decir, acortar el tiempo hasta la floración (ya que es en ese momento cuando la planta produce semillas para propagar la especie). Fue así como lo que empezó con un par de macetas en un balcón de departamento céntrico se extendió con los años hasta las jaulas para tender ropa de la terraza. Y, cuando todo parecía un experimento desmesurado, el tiempo pasaba acumulando fracasos y no quedaban más vecinos a quienes pedirles espacio, germinó una flor. Su ciclo reproductivo era corto, justo lo que se buscaba. Y, así, llegó el momento de empezar a pensar en cultivos.
Mercado de flores
En los años siguientes, los eventos se dieron en forma precipitada: Travacio estableció lazos con el Conicet, con el que realizó un convenio tecnológico. La Facultad de Ciencias Agrarias de la Universidad Nacional de Rosario también participó y colaboró en la multiplicación de las variedades logradas y el Instituto de Floricultura del Inta Castelar brindó un permanente asesoramiento técnico. Además, Travacio creó una empresa y registró el zefirante en el Instituto Nacional de Semillas.

Los cultivos se instalaron en un campo en Funes, cerca de Rosario, donde los zefirantes crecen desafiantes. La exportación de las flores de la pampa húmeda busca abrirse paso a través del mercado mundial con puerta de ingreso en Holanda. Pero eso es recién un segundo paso. En primera instancia, Travacio espera una ley nacional que impulse el uso de flores nativas en espacios públicos, persiguiendo así la puesta en valor en su tierra de origen. Porque el zefirante quiere hacer del paisaje autóctono una política de Estado y seguir brillando bajo el sol como piedra preciosa.
Agua y fuego
De una genética similar al zefirante, al otro lado del mundo apareció una flor. El lirio de fuego pertenece al grupo de las amarilidáceas y tiene ese nombre porque florece con los incendios de la sabana. El zefirante es su contracara familiar, nace producto de las lluvias. Travacio cree en la posibilidad de que hayan sido una misma, alguna vez, cuando los continentes estuvieron unidos. En búsqueda de una floración que perdure más tiempo, el ingeniero compró las semillas africanas por internet y se enfocó en el nuevo experimento. El resultado, una floración que dura de mayo a noviembre. Y la familia, reunida.
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