El miedo de Greta
"A los adultos les digo que no quiero su esperanza ni quiero que la tengan. Quiero que entren en pánico, que sientan el miedo que yo siento todos los días, y luego quiero que actúen". Greta Thunberg tiene 16 años y es la cara y la voz de la lucha contra la crisis climática. Desde que hace un año acampó frente al Parlamento sueco iniciando la "Huelga escolar por el clima", ha participado con discursos en las Naciones Unidas, en el Foro Económico Mundial, en el Comité Económico y Social Europeo y en la Asamblea Nacional francesa, además de ser propuesta como candidata al Premio Nobel de la Paz. Esta semana se convirtió en noticia para la Argentina cuando la incluyó en una lista de cinco países contaminantes a los que denunció, junto a un grupo de chicos entre 8 y 17 años, ante el Comité de los Derechos del Niño de la ONU.
Como muchos chicos de su generación, Greta creció escuchando y estudiando que el planeta está en peligro. Como muchos chicos de su generación, Greta fue diagnosticada con síndrome de Asperger y trastorno por déficit de atención e hiperactividad (TDAH). Hace cinco años, dejó de hablar y se deprimió: estaba estresada por el cambio climático, dicen sus padres, que entendieron –según cuentan en el libro Escenas del corazón– que eran parte del problema.
Los mismos adultos que enseñaban a Greta que la crisis medioambiental terminaría con la civilización tal como la conocemos seguían consumiendo carne, manejando grandes autos para ir a todas partes, generando basura. Por su condición, en Greta, lo que para otros chicos puede ser una preocupación más o menos grave, se vuelve interés obsesivo; también es muy literal, le cuesta entender las ironías y las contradicciones. "Ser diferente es mi superpoder", dice ella. Y es cierto, ser diferente es lo que genera en Greta el compromiso que conmueve al mundo.
Pero Greta también es síntoma y metáfora de su generación: su voz exacerba los miedos y los demonios de esos padres que despertamos de golpe frente a la opresión de las mujeres, disidencias y otras minorías –incluidos quienes, como ella, tienen otras capacidades–, al igual que frente al cambio climático y la necesidad de vivir de manera sustentable. "Han robado mis sueños y mi niñez con sus palabras huecas", dice. Y tiene razón. Pero tal vez, si estamos criando una generación que crece en pánico y sin sueños, no es solamente por culpa del problema ambiental, ni de nuestra falta de reacción. Me hizo pensar en el caso de Clarisa Vogt, esa niña de Chascomús que, con doce años, compuso un tema contra la violencia de género. Por supuesto, también es conmovedor: es triste que una chiquita tenga que cargar con el miedo de que la maten, la violen o terminen con el Universo.
Los adultos tenemos una obligación moral con nuestros hijos: hacer que su mundo sea menos inseguro, darles algunas certezas, enseñarles la ternura. No es malo que los chicos nos exijan un derecho tan elemental como el futuro. Pero, cuando veo a Greta o a Clarisa, con la emoción, vuelve también esa vieja pregunta de Mauro de Vasconcelos: "¿Por qué les cuentan las cosas a los chiquitos?". Ojalá les demos un futuro en el que no tengan que respondernos, como Vasconcelos, que lo hicimos demasiado pronto.