Las piezas dispersas de Lucio Fontana en las colecciones públicas argentinas integran una muestra imperdible en el MNBA.
Por Fernando García
En 2007, en ocasión de la muestra Venecia-Nueva York, el museo Guggenheim editó un catálogo formidable sobre un recorte de la producción de Lucio Fontana entre 1961 y 1965 que linkeaba la vieja ciudad barroca con la metrópolis modernista. En uno de los artículos, el historiador italiano Enrico Crispolti definía a Fontana como “un maestro de la anticipación”. Ahora, en una sala del primer piso del museo de Bellas Artes de Buenos Aires, frente a una de las obras de su serie de “Conceptos espaciales” (cuadros literalmente perforados como si se tratara de una pared maltratada por un taladro que no acierta el centro), la pregunta es si Fontana solo anticipó la utilización del vacío en el arte contemporáneo. El observador cree que aquello de “Operación Traviata”, password que Montoneros utilizó en los años 70 para cargarse al sindicalista Rucci, ya fue sugerido en estas piezas maestras del modernismo vandálico. Fontana, cuyas preocupaciones eran más cósmicas que políticas, dibujó con 15 años de anticipación el perfil siniestro de los años de plomo. Así, acribillados, atraviatados, se ven sus cuadros, que coinciden más o menos con el inicio del ciclo violento: 1955. Aunque estas sean obras del Lucio Fontana consagrado por la vanguardia europea, sin la más remota vinculación con la espesa sopa argentina, su visión del infinito made in Rosario, Pampa Gringa, lo llevó a encontrar el espacio en la tela y a dejar acaso un jeroglífico indescifrable del país por venir.
La muestra del Bellas Artes es pequeña, boutique, y al mismo tiempo, enorme, mega. Por un lado, porque reúne las piezas dispersas de Fontana en las colecciones nacionales (el Bellas Artes, Cancillería, museos de Córdoba, Rosario y Santa Fe), pero también porque pocos artistas pueden exhibir un cambio tan radical como el que este señor, que llega a nuestros días con el aspecto de un sereno dandi calvo, llevó adelante. Entrar a esta sala es como visitar el cerebro de Dr. Jekyll y Mr. Hyde. En el hemisferio izquierdo, esculturas de bronce figurativas posacadémicas que Fontana realizó en Rosario en la década de 1940 y que están relacionadas con la empresa familiar que pobló la ciudad de ornamentación funeraria. El hemisferio derecho, en cambio, es el reino del espacialista, el Fontana que deja una de las últimas notas salientes de la vanguardia moderna antes de que el Pop estableciera el advenimiento de todo lo “neo”. El Fontana que Italia apropió y que Argentina dejó que fuera apropiado. Sin embargo, no hay uno sin el otro. Fontana nació en Rosario en 1899 y murió en Varese, Italia, en 1968, y en ese ida y vuelta se transformó como artista y transformó lo que llamábamos cuadro en una sonda espacial. “El descubrimiento del cosmos es el de una nueva dimensión, es el Infinito: por eso yo rasgo esta tela, que es la base de todas las artes y he creado una dimensión infinita que para mí es la base de todo el arte contemporáneo”, le decía Fontana en 1961 a la periodista italiana Carla Lonzi. Esa mención a la contemporaneidad tenía en Fontana una alusión al arte de su presente, al arte que hablaba del mundo de 1961, y no a la categoría que se definiría más o menos entre la segunda mitad de los 70 y los 80. Sin embargo, pocos artistas como él pudieron entrever la línea divisoria entre la modernidad, con sus manifiestos y programas rígidos, y la posmodernidad: lábil, huidiza, intertextual.
Está claro que no estaríamos escribiendo sobre Fontana si su producción se hubiera detenido en la “Medusa” de bronce. Su escultura es casi genérica; sus perforaciones y tajos lo constituyen como ícono del arte del siglo XX.
Antes de entrar en la sala, su “Hombre del Delta”, una figura acabada en los bordes del Clasicismo, se confunde con la estatuaria del resto del museo. Sin embargo, hay un indicio ahí de sus preocupaciones espaciales: la figura ha sido hecha para colgar, los pies liberados, sueltos en el vacío, sin apoyo en la tierra. Aún así, si hubiera que encontrar un aire sudamericano en esta muestra de cámara, mejor fijar la vista en ese temprano “Concetto spaziale” rojo de 1951. En la silueta de perforaciones puede advertirse una constelación plena en un cielo de 360 grados de los que Fontana quedó impregnado en su infancia. Acaso sea esta obra una de las mayores contribuciones de la abstracción para con el paisaje argentino, hecha desde Europa con la misma distancia con la que Juan José Saer (otro vanguardista en la última trinchera del modernismo) reinventó el vértigo horizontal desde París.
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Una tercera zona de la sala está ocupada por los “tajos”, forma superior del espacialismo. De una virulencia concentrada, zen, cargan con el misterio y la aparente sencillez de un haiku. Pero de un haiku que no ha sido dicho aún y que espera ser escrito en algún lugar intermedio entre la palabra y el pensamiento. Esos tajos (sobre óleo, pintura industrial o tela) son incisiones que desvelan la ficción de la monocromía. Fontana nos dice que hay un adentro del color, un reino oscuro y vacío, un silencio al que atisbamos curiosos atraídos por esas marcas precisas, instantes del cosmos en la quietud de un marco, su tela y una pared.
Desde entonces nadie volvería a violentar tanto su propia obra hasta Oscar Bony, que entre 1994 y 2000 rajaba el soporte vítreo de sus autorretratos a punta de 9 milímetros. En el medio, todos los fuegos de los 70. Y la violencia como marca país.
Lucio Fontana en las colecciones públicas argentinas en el Museo Nacional de Bellas Artes, Av. del Libertador 1473.
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