Elegir compañía
Hannah Arendt concluye su ensayo sobre "La crisis en la cultura" con un sugestiva definición de una persona culta. Dice: "Recordemos que los romanos –el primer pueblo que se tomó la cultura en serio tal como lo hacemos nosotros– pensaban qué debe ser una persona culta: la que sabe cómo elegir compañía entre los hombres, entre las cosas, entre las ideas, tanto en el presente como en el pasado". Esta definición es, a la vez, un programa de vida. Plantea como elemento central la necesidad ineludible que cada uno de nosotros enfrenta de vivir en compañía de personas, cosas e ideas y, sobre todo, de elegirlas. Pero sólo se está en condiciones de "saber cómo" elegir cuando se cuenta con múltiples alternativas y estas sólo surgen de conocer. Por eso la construcción de una persona culta comienza por la nada sencilla tarea de adquirir un panorama lo suficientemente amplio de lo que el ser humano ha demostrado y sigue demostrando ser capaz de hacer. Para eso, resulta imprescindible identificar en el mundo las señales que dan cuenta de esas capacidades. Y ellas deben ser buscadas –como dice Arendt– tanto en el presente como en el pasado mediante el auxilio de la educación, con el acompañamiento dedicado de padres y maestros. Precisamente, el objetivo central de la escuela, como lo sostiene la misma autora en otros escritos, debe ser el de poner a los niños en posesión de la valiosa herencia que para ellos es este mundo.
Pero Arendt menciona no sólo el elegir, sino, fundamentalmente, el "saber cómo" hacerlo. Es evidente que el conocimiento más acabado de la realidad no sólo permite comparar, sino también formular juicios de valor. La cultura contemporánea parece haber optado por ocultarles esas alternativas. Se ha inclinado por homogeneizar la experiencia vital y estimular el acercamiento de los jóvenes a una cultura que, bajo la apariencia de la diversidad, persigue la satisfacción inmediata de las necesidades primarias más elementales. Hoy se ofrece la compañía del omnipresente espectáculo.
Arendt también realiza un aporte fundamental a esta cuestión cuando afirma que "la cultura se relaciona con objetos y es un fenómeno del mundo; el entretenimiento se relaciona con personas y es un fenómeno de la vida." Queda claramente en evidencia la necesidad de introducir a las nuevas generaciones a esos "objetos de la cultura" que están en el mundo, desde antes que ellas llegaran y que persistirán luego que lo abandonen, es decir, que no son "funcionales". Esa es la tarea de padres y maestros que, más allá de los aspectos utilitarios del conocimiento, deben entender que es su responsabilidad transmitir a los jóvenes la riqueza que el mundo representa como herencia y, así, darles la posibilidad de transformarlo. El peligro es que, buscando evitar el esfuerzo imprescindible que supone incorporar los objetos de la cultura, se pretenda desplazarlos al mundo del fácil entretenimiento. Al hacerlo, de ser objetos permanentes en el mundo, pasan al nivel fugaz y perecedero de la vida de los seres humanos.
Es preciso volver a confiar en la capacidad de discriminación de las personas. Apostar a que, si su espectro de conocimientos y de experiencias es lo suficientemente amplio, sabrán "cómo" elegir compañía entre otras personas, cosas e ideas y que, además, lo harán familiarizadas tanto con el presente como con el pasado. Podrán así ejercer el derecho que todos tenemos de ser personas cultas, cualquiera sea nuestra actividad, porque el serlo tiene que ver con nuestra esencia de seres humanos.
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El autor es educador y ensayista