Elogio de la intimidad
:quality(80)/cloudfront-us-east-1.images.arcpublishing.com/lanacionar/ZE26NH2BONABBL2NFUN2MCZ5LM.jpg)
En la transición del siglo XX al XXI apareció en el planeta, y en la historia, una nueva especie. El filósofo español Ramón Cendoya lo llamó Homo Digitalis. Vive a través de pantallas y teclados, y señala Cendoya, prefiere el contacto con máquinas al trato directo con personas. Interactúa con otro a través de redes sociales y a menudo no sabe quién es ese ese otro, puesto que las identidades digitales se ocultan, se maquillan, se multiplican. Los alias reemplazan a los nombres verdaderos. Este contacto termina por ser fantasmagórico. El universo del Homo Digitalis es efímero, su tecnología atañe a lo superficial, se renueva constantemente sin otro objetivo que el de la misma renovación, en ella todo nace con fecha de vencimiento próxima. "En treinta años murió el disquete, el fax, el video, el VHS, el beta. Murieron miles de aparatos y miles de soportes", apunta Cendoya. "Vivimos entre cadáveres." La tecnología que el Homo Digitalis celebra no tiene como prioridad atender necesidades, sino crearlas (evitando que se note que no son necesidades, sino deseos).
Según el pensador español, la nueva especie no es físicamente distinta al Homo Sapiens, pero sí lo es antropológicamente. En principio va perdiendo habilidades comunicacionales, porque una cosa es estar conectado y otra comunicarse, proceso siempre artesanal y persona a persona. También pierde destrezas sociales; a fuerza de retraerse para dedicar un tiempo creciente a sus pantallas, disminuye el contacto real con otras personas, hasta el punto en que la soledad angustiosa es una de sus patologías características. Así llega a dudar de su propia existencia. Y para certificarla usa sus múltiples pantallas y redes exhibiéndose a través de ellas en todo momento. Tiene compulsión por mostrar y decir qué está haciendo, dónde, qué come, cómo duerme, cómo se baña, por dónde transita, qué compró, a quién vio, en qué avión se subió, qué está tomando. Y para no dejar de ser visto suele tatuarse hasta el último rincón del cuerpo.
Con el Homo Digitalis parece perderse una de las grandes conquistas de la modernidad. La intimidad. Ésta comenzó a gestarse durante la Ilustración, hacia el siglo XVIII, con el apogeo de la razón. También entonces se anunciaron la ciencia como la conocemos, los intelectuales, la filosofía moral y la subjetividad. Esto es, la capacidad del individuo de reconocerse como un yo singular y de pensarse en relación con los otros, con la naturaleza y con el universo. El preanuncio de lo que, dos siglos después, la psicología afirmaría.
La intimidad representa la alegría de descubrir fuentes interiores y refrescarse en ellas, decía Emmanuel Mounier (1905-1950), inspirado pensador que impulsó el personalismo, corriente que proponía el desarrollo del individuo en el mundo en mutuo intercambio. Mounier advertía que la intimidad no debe ser huida, secretismo ni dimisión, sino el viaje a la profundidad del sí mismo. No es un viaje descansado, anunciaba; quien lo emprende deja atrás todo refugio, y si bien hará descubrimientos extraordinarios, también se verá frente a abismos y misterios. Finalmente, se trata de alcanzar la paz de la profundidad para compartir la intimidad persona a persona.
Sin haber conocido al Homo Digitalis, Mounier decía que quien, huyendo de la intimidad, se vuelca totalmente al exterior y se exhibe y expone sin límite, termina por no tener secretos, misterios (inherentes a todo ser humano), identidad ni fondo. "Se lee como un libro abierto y se agota pronto", escribió en su libro El personalismo. Proponía la discreción como homenaje a la infinitud interior. Un desafío trascendente para retomar en la era del Homo Digitalis.
lanacionar