Alberto hizo lo de siempre: tomó su guitarra y, desde el fondo de su alma, cantó. Aquellos momentos le resultaban sublimes, adoraba los encuentros en la iglesia, alegres, compañeros, aunque con ciertos recelos típicos de una juventud anhelante por un beso de amor. Él, sin embargo, estaba un tanto cansando de los reclamos de sus amigos, que lo acusaban de llevarse toda la atención femenina.
Fue así que, cuando la vio entrar, la ignoró. En definitiva, se dijo, se trataba de una chica más. Era nueva en la iglesia, él, al menos, jamás la había visto. "Dejé que la rodearan y no le presté atención, aunque, por supuesto, sabía que allí estaba".
Mónica también lo vio, pero a diferencia de él, no lo ignoró. ¿Por qué desconocer la presencia de un chico con una voz cautivante? Ella, en definitiva, de celos y reproches no estaba al tanto. Entre sonrisas, los amigos instaron a que les preste atención, ella, sin embargo, lo miraba a él, que estaba apartado del círculo.
Mientras observaba la escena, Alberto la observó mejor, de reojo. Le gustaba y no pudo evitar sonreírle. Ella respondió. Algo extraño sucedió en aquel instante, todos lo vieron: la atracción surgió evidente. "Cuando se dieron cuenta volvieron los reclamos de siempre: que ella estaba interesada en tal y que yo me metí", ríe mientras hoy recuerda la situación. "Les dije: les di la oportunidad de acercarse primero, si ella no se fijó en ustedes no tengo la culpa".
Terminada la reunión, justo cuando Alberto estaba guardando su guitarra, el pastor de la iglesia la presentó e invitó a todos a que saludaran a la visita. Ella, aprovechando las formalidades, se acercó a preguntarle si era hermano de Carmen: "La conocía. Y, para mi sorpresa, por mi parte conocía a varios de sus familiares muy bien, de hecho, algunos que estuvieron de visita a la semana siguiente y los alojé en casa".
¿Cómo podía ser que desconociera su existencia?, se preguntó aquella noche pensativo al momento de acostarse.
Una amistad y una negativa
A la semana siguiente, Alberto ingresó a la reunión de la iglesia y, como siempre, acomodó su guitarra. La vio llegar. Esta vez no le importó posar sus ojos sobre los de ella, despreocupado. Tantos reclamos y reproches carecían de sentido, la atracción no se puede controlar. "Pero en esta ocasión me acerqué dispuesto a más, y le ofrecí acompañarla hasta la pensión en la cual se alojaba, a cuatro cuadras", rememora.
Fue entonces que sucedió la magia, tan inesperada para el joven. Empezaron a conversar y, allí mismo, en ese simple intercambio, pudo percibir que se había comenzado a enamorar: "A partir de entonces, cada día pasaba por la pensión a charlar un ratito con ella en la entrada".
Su enamorada, oriunda de una pequeña ciudad cercana, había llegado allí para terminar sus estudios y recibirse de docente. Alberto, comenzó a acompañarla en cada examen al instituto, como apoyo moral. Jamás olvidará aquella vez que desaprobó y la encontró desconsolada a la salida, la llevó a tomar un helado y la alentó a que se volviera a presentar, cosa que hizo a la semana con éxito. "Y un día le pedí permiso para visitarla más largo, no me alcanzaban los encuentros en la entrada. Entonces declaré mi amor".
Mónica le dijo que no. Solo eran amigos. La desilusión fue infinita.
A partir de entonces se declaró varias veces y en cada ocasión arribaba una negativa que lo devolvía a su hogar cabizbajo. Aun así, cada mañana levantaba la frente y se dirigía con renovadas esperanzas a su encuentro.
La distancia
Una tarde en la que se la pasaron mirando fotos de ella cuando era una niña, descubrieron que Alberto estaba en unas cuantas imágenes. ¡No lo podían creer! Sin saberlo, habían compartido momentos de su infancia. El vínculo de ellos crecía, así como las esperanzas de un joven, que le declaraba su amor, una y otra vez, sin éxito.
"Fue entonces que ella decidió partir a Chaco a probar suerte, aunque volvió al poco tiempo", recuerda. "Con el alma en pena, pero dispuesto a hacerme mi camino, me fui a Buenos Aires a estudiar teología".
Alejados por cientos de kilómetros, Alberto y Mónica no se olvidaron. Sus charlas diarias de antaño las continuaron por correspondencia y, al finalizar aquel año, el joven decidió ir a realizar una práctica de verano a la iglesia de Mónica, en su provincia. Fueron tiempos hermosos, de un reencuentro un tanto más adultos y colmados de nuevas experiencias para compartir. "Entonces me mandaron a pastorear por un año", cuenta Alberto.
La revelación
Para Mónica, aquel año fue una revelación. De pronto, comprendió hasta qué punto estaba habituado a las risas cómplices y las palabras alentadores de su amigo. Aquella nueva distancia le hizo finalmente comprender que lo amaba.
"¿Querés ser mi novia?", se aventuró como siempre Alberto cuando volvieron a hablar. "Sí". El joven creyó que tal vez había oído mal. ¿Podría ser real? "Pero quiero que estemos unos años de novios, antes de formalizar", agregó con su preciosa sonrisa.
Sin embargo, a los pocos meses y con Alberto de viaje, la certeza del amor que Mónica sentía se transformó en urgencia por todo el tiempo perdido. Los celulares no existían, y las cartas tardaban demasiado en llegar, aparte ahora, no le resultaban suficientes. "Te extraño demasiado", le dijo.
"Así que decidimos casarnos casi cuando nos pusimos de novios. Al año ya habíamos dado el sí. Nos vinimos los dos a capital, yo a terminar la licenciatura en teología y ella el bachiller de música eclesiástica, y luego se recibió de psicopedagoga. Este 6 de julio cumplimos 29 años juntos y tenemos un hijo de 20 años. Nunca estuvimos separados y esta cuarentena nos unió aún más. Somos muy felices".
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