En la moda y más allá de ella: el estilo de Diana de Gales
A 20 años de la muerte de la princesa, un recorrido por los momentos memorables de un ícono de estilo que se convirtió en mito
Este 31 de agosto se cumplen 20 años de la muerte de la fulgurante Diana, princesa de Gales, pero significativamente la prensa digital y las redes sociales iniciaron ya desde junio el ciclo de rememoraciones, al que este mes se incorporaron, con proyectos especiales, canales de televisión del mundo entero. La vigencia del mito autoriza un despliegue que resultaría monótono sin la potencia particular de las imágenes que lo sustentan, la galería de retratos que nos devuelven los signos de una presencia única –la aureola rubia, la belleza imperfecta, las miradas siempre elocuentes, la frescura inicial y luego la allure espléndida– capaz de sobrevivir a todas las multiplicaciones.
Los más precoces en evocarla fueron los sitios y las revistas de moda, muy fervorosos. La Harper's Bazaar estadounidense llega a proclamarla greatest style icon of the century, afirmación un tanto incauta si se tiene en cuenta que el siglo XX vio desfilar algunas docenas de mujeres de estilo supremo, entre las cuales todas las fundadoras de la moda tal como aún la vivimos y la llevamos. La moda, rica de facetas y compleja en cuanto fenómeno, puede prescindir de clasificatorias apresuradas y siempre subjetivas.
En su trayecto, brillante y difícil, de apenas 17 años, transcurrido, cámaras mediante, ante la mirada permanente del planeta entero, Diana ofreció momentos de moda memorables. Pero más que el status de elegancia al que finalmente se elevó, lo que la hace verdaderamente interesante, y aún fascinante, es la pericia que alcanzó en el manejo, claro y exacto, de la indumentaria como medio de expresión y de comunicación, de la moda como lengua de su relato personal –notable logro– más allá de las figuras de estilo con las que deslumbró a la platea global.
Un vestido negro
Resulta curioso que en las cuantiosas galerías de imágenes consagradas a la princesa por la prensa y la masa fashionistas, que coinciden en general en destacar los mismos atuendos clave, brille por su ausencia un episodio y su correspondiente look que, a mi juicio, ofrecen una excelente vara para medir al personaje de Diana-Lady-Alteza Real-superestrella y, a la vez, buscar entender a Diana, la persona que vivía y maniobraba a ese personaje suyo.
Sucedió el 3 de marzo de 1981, pocos días después del anuncio del compromiso de la joven de 19 años, que se llamaba aún Lady Diana Spencer, con el príncipe Carlos. Todos los elementos que definirían el itinerario de la muchacha estuvieron reunidos aquella noche, en que la pareja hacía su primera aparición pública, en una gala de beneficiencia.
Ella llevaba un vestido de noche de tafeta negra, enfáticamente romántico, que desnudaba sus hombros y evidenciaba el perfil de sus senos. Carlos había desaprobado el atuendo, por el color “de duelo”, dijo (en efecto las mujeres de la familia real reservaban el negro para los funerales) pero seguramente también por su diseño, que encontraba audaz para una inminente princesa de Gales. A ella, en cambio, le parecía elegante para una chica de su edad y su opción prevalió. La desavenencia anticipaba la índole de los desencuentros en cadena que marcarían al matrimonio. A la brecha generacional –Charles era 13 años mayor– se sumaba la resistencia de Diana a los muy establecidos y ajustados patrones de conducta de la familia real.
Pero aquella noche decisiva, el intenso vestido negro produciría otros efectos relevantes: a su bajada del coche que los llevaba, el relampagueo súbito y sostenido, y los fotógrafos “tremendamente excitados” –“Yo tenía pechos grandes por entonces”, dirá, mucho tiempo después, a su biógrafo, Andrew Morton– turbaron profundamente a una Lady Diana ya consumida por la ansiedad.
Pero también, agregó, esa noche ella había aprendido una lección. Se la dio, como en un cuento o en un film, nada menos que otra princesa, Grace de Mónaco, née Grace Kelly, exestrella de Hollywood de un chic y una belleza notables, a quien su casamiento, en 1955 con Rainiero, soberano del principado de opereta de la Costa Azul, había llevado a un ápice de notoriedad que Diana pronto igualaría y más tarde superaría.
Viéndola insegura, Grace, “estupenda y serena”, llevó a la debutante a ese rincón de retoques cosméticos y psicológicos que son las toilettes de damas y tras escuchar la confesión de sus pánicos e inseguridades, le dijo con una gran sonrisa que no se preocupara, que a partir de allí la cosa sólo empeoraría. Uno entiende que se trató de una suerte de pase del testigo, de una espléndida rubia ya madura a otra aún muy novata en las lides de la celebridad. Poco después, en septiembre de 1982, ya princesa y sabedora de su carisma, Diana hizo su primer viaje oficial al extranjero para asistir, por pedido suyo, al funeral de Grace, su hada madrina de una noche, muerta en un accidente de la ruta.
Otro vestido negro
Dando un gran salto en el tiempo hasta junio de 1994, al otro extremo del arco de la vida pública de Diana, ahora ya separada de Carlos, vamos a encontrar otro vestido negro que descolla con una fuerza particular entre los millares de imágenes de la mujer más fotografiada de su tiempo. Se trata, concretamente, de una genuina petite robe noire, de opaca gasa de seda, ceñida, enteramente fruncida, con un décolleté en V de vértigo, con una ligera y larga écharpe de cintura flotando a un lado.
Diseñada por Christina Stambolian, es un ejemplo perfecto de prenda de gran chic, a la vez altamente sexy. Con una implacable voluntad de deslumbrar y de pellizcar la libido colectiva, y una perfecta conciencia de su cuerpo, la princesa la llevó, plena de confianza, con los hombros ampliamente descubiertos, y, detalle experto, las mangas cortísimas deslizadas sobre los brazos. La ocasión era la cena anual de la revista Vanity Fair, en las Serpentines Galleries, en los jardines de Kensington, Hyde Park.
Pero lo fundamental aquí fue el momento elegido para revelarse tan expresivamente sensual: a esa misma hora el canal ITV emitía una entrevista exclusiva en la que el príncipe Carlos admitía haber sido infiel a su esposa. Al día siguiente, en las portadas de los diarios, la Diana refinadamente erótica triunfaba sobre un marido cuya confesión mediática se juzgó inadecuada y patética. Le quitó así toda posibilidad de ganarse las simpatías de ese público que a ella, en cambio, la adoraba.
Bautizando al vestido The Revenge Dress, la prensa transmitió con fidelidad el sentido teatral que Diana daba a todos y cada una de las apariencias que componía y que componían su personaje. El vestido de la venganza explicitaba la función narrativa que ella atribuía a la ropa, a la moda. A años luz, aunque fueron sólo catorce, de la todavía adolescente que lagrimeaba sus angustias a la princesa de Mónaco, sintiéndose perdida dentro de un suntuoso vestido que la desprotegía, la mujer que avanzaba, fascinante, a grandes pasos firmes, en la claridad de un crepúsculo de verano, sabía ahora contarse a través de la ropa y podía convertir un modelo de cóctel en un anuncio claro sobre su autonomía –sin mencionar su capacidad de dar batalla. Había pasado del otro lado del espejo de la moda.
Veamos ahora los pasos que dio para llegar de un vestido negro al otro, el desfile de sus apariencias sucesivas.
Hacia sus 15 años, en 1975, al heredar su padre el título de Earl Spencer, la menor de sus hijas, tímida, encantadora y poco brillante en sus estudios, realizados en las escuelas tradicionales de su clase, pasó a figurar socialmente como Lady Diana Spencer. Los Spencer, de linaje real, “raramente perdían la oportunidad de señalar que su familia era más antigua que la de los Windsor”, cuenta Tina Brown, cronista minuciosa de las aventuras y desventuras de Diana, citando el episodio en que Diana se lo recordó secamente a su suegro, el príncipe Felipe, cuando, poco antes del shock del segundo vestido negro, éste le indicó que de no portarse bien perdería su título. My title is a lot older than yours, Philip, replicó ella, refiriéndose al que le correspondía de nacimiento.
Diana había crecido en Park House, mansión que los Spencer alquilaban a la reina, ya que formaba parte de su finca privada de Sandringham. Todo la destinaba a devenir, en su adolescencia, una Sloane Ranger. El apodo, inventado y popularizado por Peter York y Ann Barr, periodistas de Harpers & Queen, revista consagrada la alta sociedad, se aplicó al inicio de los 80 a un grupo específico de jóvenes, no necesariamente aristócratas, de clase alta y media alta, distinguibles por su adhesión tribal a un mismo acento y vocabulario, óptimos para ser parodiados, y a un repertorio de indumentaria propio muy estrictamente definido. Consecuentes con su posición social, conservadores, materialistas y antiintelectuales, trabajaban sobre todo en la banca, las financias, el periodismo.
En The Official Sloane Ranger Handbook, su guía sobre esta fauna particular, Barr y York designaban a Diana como la Sloane Ranger original, y enumeran como signos exteriores característicos del estilo las perlas, colores pastel, blusas con volantes, o de cuello alto fruncido en repulgue, o con moño de lazo fino, las ballerinas, los tweeds y, fundamental, ya que en los countries al oeste de Londres los Sloane tenían su hogar del alma, todo un vestuario de campo, hecho de suéteres, chaquetas, tweeds, de marcas como Barbour y Boden, sin olvidar las wellingtons, las botas altas de goma de la marca Hunter. La venta de wellies verdes se disparó cuando, en pleno noviazgo, las lució en los húmedos campos del castillo de Balmoral.
Otra revista, Tatler, llevaba la crónica y precisa, del mundo, un tanto claustrofóbico, de los Sloanies. Había sido una suerte de tedioso boletín interno de las clases altas, hasta que en 1979, Tina Brown, llamada a dirigirlo, lo sometió a un eficaz rejuvenecimiento a base de humor ácido e hizo ya entonces de la Lady Diana que aterrizaba en medio de la familia real una inevitable e irresistible protagonista del cómic de la gran mundanidad.
La novia de 800 millones de personas
Más de medio millón de personas desbordaron las calles de Londres para verla pasar rumbo a la Abadía de Westminster en una carroza de cristal, acompañada por su padre, mientras 750 millones repartidos por todo el planeta seguimos la ceremonia sin perder detalle. El que tuvo a Diana como absorbente figura central fue un falso pero convincente cuento de hadas. Llevado a las proporciones desmesuradas que imponía la sociedad de consumo, marcó un viraje cerrado en el modo en que se entendía y se negociaba la noción de fama. Justamente, sería la flamante princesa de Gales el ejemplar original de una nueva mutación de celebrities que 35 años más tarde acumulan en Instagram multitudes monstruosas de seguidores, cifradas en decenas, y hasta algún ciento de millones. El romance de Diana y Carlos había tardado en cambio apenas ocho meses en llegar a su anunciado, milimetrado y descomunal desenlace.
Diana había elegido a los modistos, Elizabeth y David Emanuel, que, en vigilado secreto, diseñaron y realizaron el más esperado vestido de boda que se recuerde. Era el ensueño color marfil de una muchacha que cumplía sus fantasías románticas más locas, en complicidad con unos profesionales conscientes de estar creando el vestido de sus vidas: una fabulosa fabricación de repostería costurera, en tafeta de seda, con su falda, teatral, henchida por cuantiosas capas de tul, su blusa ornada de encaje antiguo, con un escote plagado de volados y otra importante inflación en las mangas gigot 100% victorianas. La cola medía casi ocho metros. Por excesivo, atrevido y gratificante, el todo resultó perfectamente a tono no con los códigos de los Sloanies sino con la estética de la vereda opuesta: la de los New Romantics, la movida postpunk, imaginativa, libre, individualista, que proliferaba en ciertos clubes nocturnos de Londres, con altas dosis de glamour delirado. Diana pescaba las modas y ya empezaba a captarlas a su favor. Inútil decirlo, del vestido de bodas hubo la asombrosa cantidad de copias que ya se había vuelto habitual para cualquier cosa que Diana se echara encima.
Su nuevo estado civil elevó a Diana al tercer rango de importancia entre las mujeres del reino, detrás sólo de la reina y de la reina madre. Entre sus deberes como princesa de Gales estaba el de respetar los códigos de indumentaria de la esfera real. Esta imposición creó tensiones interesantes.
Las manifestaciones de una personalidad inquieta, que no tardaría en hacer plena eclosión, se dieron a través de ciertas infracciones a las reglas establecidas por los Mountbatten-Windsor, a quienes ella llamaba The Germans. Decidió, por ejemplo, que no llevaría guantes, para facilitar el contacto con la gente y, en particular, con los enfermos que visitaba. También fue la primera –y tal vez aún la única– mujer de la realeza en llevar pantalones a una función de gala. Y aunque eran los de un smoking irreprochable, con un notorio gilet de seda verde, no faltaron las críticas y reproches. Supo esquivar incluso el tedio de la ropa de campo usual con modelos acordes a las tendencias del momento.
Pero su otro gran problema era justamente el momento. Los años 80 no brillaron por la distinción, la gracia, la espiritualidad de sus modas –salvo en el caso de los creadores de vanguardia, inaccesibles para la princesa, ya porque fueran extranjeros, ya porque su ropa se alejaba de los parámetros establecidos para su rol. Recurrió a diferentes diseñadores británicos o establecidos en Londres –los Emanuel, Bruce Oldfield, Victor Edelstein, Bellville Sassoon, Jacques Azagury, entre otros– que proveyeron a las numerosas necesidades de vestuario de su rol público, manteniendo un delicado equilibrio entre las obligaciones formales y las opciones de Diana, que se hacían más firmes, aunque no siempre admirables. La época pesó sobre sus hombreras y se mostró en un exceso de solapas, estampas, escoces y lunares. No fue un azar sino una cierta proximidad estética a una célebre serie si por entonces se la llamó Dynasty Di.
Pero, desde 1980, contaba, muy oportunamente, con la guía y la complicidad de Anna Harvey, editora de la Vogue británica, quien la acompañó a lo largo de todo su itinerario y le presentó a Catherine Walker, francesa establecida en Londres, la couturière que colaboró con mayor agudeza y distinción a forjar finalmente el perfil propio de la princesa, un chic depurado, envuelto de gracia y no exento de una cierta ironía.
A partir de 1986, cuando se hizo obvio que su matrimonio iba desintegrándose, y muy claramente con su separación en 1992, Diana fue adquiriendo una estatura que se trasladó literalmente a su silueta. Apareció entonces en toda su esbeltez, subrayada a menudo por vestidos tubo exentos de decoraciones, deslizados como segunda piel sobre las líneas de un cuerpo tonificado y elegante. Gianni Versace contribuyó toques de elaborado glamour mediterráneo a la serenidad visual que Diana ahora manejaba con naturalidad. Entre las restricciones de las que Diana escapa en esos años finales está la de la moda. Finalmente dueña de su relato, lo fue también de su estilo, un bien para nada desdeñable.
Periódicamente, la moda reclama el recuerdo y revive alguna página del álbum inagotable de sus looks, la porción centelleante de su legado. Una a una, vuelven las siluetas que siguen siendo suyas. Ahora mismo, marcas de punta como Gucci o J.W. Anderson se inspiran de ella.
Pero a mi memoria viene ahora Adam Phillips, autor y psicoanalista inglés, a propósito de la sorprendente inmensa congoja colectiva desatada por la desaparición brutal de la Princesa del Pueblo. Él escribió que con la muerte de Diana, las personas afligidas “reconocieron cuánto dolor estaban soportando, cuánta pérdida habían sufrido en sus vidas, lo que sentían acerca del destino de las mujeres jóvenes en nuestra cultura.”