En la tercera dimensión
Contamos con un órgano de sentido: la conciencia. Por ella, somos seres pensantes
En las transmisiones televisivas de fútbol es común ver a directores técnicos que se llevan los dedos índices a las sienes y gritan a sus jugadores: "¡Pensá, pensá!"¿Qué piden a los futbolistas? Que evalúen distintas alternativas ante una situación dada, que no actúen por impulso, que salgan del automatismo y de la repetición maquinal de jugadas o movimientos, que miren a su alrededor y aprecien el escenario, que tomen decisiones ajenas al lugar común, que arriesguen nuevas opciones, que corran el riesgo de elegir en lugar de redundar en lo que ya se demostró ineficaz, que no obedezcan ciegamente a voces ajenas (de compañeros, de la tribuna), que salgan de un lugar cómodo y conocido, aunque estéril. ¿Todo eso cabe en la invocación? Todo eso y más, aunque acaso ni los mismos DT sean conscientes de ello.
Como todas las criaturas vivientes, los seres humanos estamos sometidos a determinismos biológicos, y como ellas también nos comportamos dentro de ciertos condicionamientos psicológicos. Pero más allá de esas dos dimensiones compartidas hay una tercera que nos involucra en exclusividad. Víktor Frankl (1905-1907), neurólogo, psiquiatra y profundo pensador, que relata en El hombre en busca de sentido su propia peripecia existencial, llamaba noógena a esa dimensión. Ella incluye la conciencia, la razón y la espiritualidad. Esa dimensión nos hace humanos. Si bien los animales piensan (lo hacen para cazar, para encontrar agua y alimento, para resguardarse de diferentes riesgos) y ejercen así la inteligencia práctica, lo hacen siempre según patrones predeterminados, con escasos márgenes de variación. Y no se preguntan sobre sí mismos, no construyen identidades intransferibles, no reflexionan sobre el universo en el que están inmersos y sobre su relación con él, no transforman ese universo a partir de objetivos y elementos nuevos, creados por ellos. Es la conciencia en sus aspectos más profundos (que van más allá de la conciencia del dolor, del frío, del peligro o del hambre) la que habilita todas estas experiencias. Y es la razón la que permite evaluarlas, compararlas, convertirlas en sustrato de una manera de vivir que, lejos de estar predeterminada, se va eligiendo a cada paso y a partir de cada circunstancia. Allí asoma, justamente, la espiritualidad, no como concepto esotérico ni religioso, sino como la posibilidad del ser humano de verse como parte de un todo, de ir más allá de sí y dejar huella en esa totalidad, y de encontrar en ella el sentido de su existencia personal.
Ser humano incluye más que un órgano atento a la circulación (corazón), otro a la respiración (pulmón), otro al sistema nervioso (cerebro), otro al metabolismo (hígado) u otro a la filtración y eliminación (riñón). Contamos, además, con un órgano de sentido, que es, según decía Frankl, la conciencia. Gracias a ella somos seres pensantes. Evaluamos, comparamos, dudamos, deducimos, creamos, cuestionamos, argumentamos, oponemos, concordamos, interpretamos. Pensar es lo opuesto de importar ideas y frases hechas, de buscar respuestas prefabricadas en buscadores de Internet, de seguir a otros para sacarse responsabilidades de encima, de repetir acciones sin preguntarse sin son obligatorias o si hay opciones. Cuando se impone la pereza mental, cuando se desprecia el ejercicio de la razón, cuando se teme a las dudas y se buscan salidas fáciles a la incertidumbre, cuando se vive con base en fórmulas y recetas, el pensamiento, ese don maravilloso, es deshonrado. Y lo humano se reduce a un simple dato. Hanna Arendt (1906-1975), la gran pensadora que advirtió sobre la banalidad del mal, sostenía que nacemos humanos y tenemos el deber moral de convertirnos en personas. Dejar de pensar equivale a desechar ese deber.