Encuentro de la razón con las emociones
En el siglo dieciocho, con el florecimiento del Iluminismo, movimiento intelectual, filosófico y científico que se propuso echar luz donde había primado el oscurantismo medieval, languideció la emoción. Nacida en Francia, aquella corriente, que también impulsaría una noción inicial de democracia tal como hoy la concebimos, hizo de la razón su bandera y se lanzó contra la superstición, los dogmas, las creencias ciegas. Contra ella reaccionaron los románticos, primero en Alemania, luego en Inglaterra. Para el romanticismo, tomado como una tendencia del arte y el pensamiento, la pasión y las emociones desplazaban a la razón. Uno y otro movimiento dejaron valiosos legados a la humanidad, desde las ideas de Voltaire o Diderot a las obras de los poetas Byron y Shelley. Pero razón y emoción no dejaron transitar por veredas opuestas, salvo excepciones. Para los racionalistas, la emoción obnubila y nubla el pensamiento. Para los románticos, la razón congela los sentimientos, deshumaniza los vínculos humanos. La razón promueve certezas, la emoción se acomoda en la incertidumbre.
Vuelve a ocurrir, ahora al calor del furor neotecnológico, que la razón pide primacía. La tentación de dominar al azar y a lo aleatorio, de encontrar fórmulas y explicaciones para todo, de domesticar a la naturaleza y a sus leyes inviolables, retoma, tres siglos después, algunas de las características más triviales y menos profundas del Iluminismo. Pareciera que, empezando por el cerebro, todos nuestros órganos son aplicaciones que se pueden actualizar permanentemente, que las emociones son fenómenos químicos y neurológicos carentes de misterio, que más tarde o más temprano habremos eliminado la incertidumbre, que el control humano se extenderá sobre cada recoveco de la vida y que incluso la inmortalidad, en términos biológicos y fisiológicos, será posible. Tanto ella como la felicidad podrían llegar a conseguirse on demand.
"Siempre tenemos unos sentimientos con los que negocia nuestra razón. Esta idea de que los sentimientos y las emociones fueron una parte de la historia y entonces a partir de cierto punto te vuelves racional y vas a dirigir el mundo solo con la razón no tiene sentido". Esta advertencia es particularmente interesante porque no proviene de un poeta romántico, sino de un neurólogo. Y no de uno cualquiera, sino del portugués Antonio Damasio, miembro de la Academia Europea de Ciencias y Premio Príncipe de Asturias en su especialidad en 2005. Considerado "el mago del cerebro" y "el neurólogo de las emociones", Damasio ratificaba su visión hace pocos meses ante el periodista español Daniel Mediavilla, en una entrevista para el diario El País. Mientras muchos de sus colegas parecen abducidos por la ilusión de dominar al cerebro (como si fuera un artefacto externo, incluso a ellos mismos) y reducir sus misterios a fórmulas simples, Damasio insiste en que los humanos no somos reducibles a códigos, que estamos hechos de un material muy vulnerable y que, en definitiva, "el sentido de si la vida está siendo buena o mala se expresa a través de los sentimientos".
"Si vas a lugares donde la ciencia y la tecnología están más cultivadas –agrega el neurólogo–, verás que los sentimientos allí no son importantes, que lo importante es la inteligencia y que la inteligencia, para ellos, no involucra los sentimientos".
Quizás ese desprecio por lo emocional y lo afectivo, intuye Damasio, lleva a que "la gente estadísticamente esté mejor, si se consideran los grupos, pero si miras a los individuos hay una tremenda cantidad de sufrimiento individual". Acaso porque construir una alianza entre razón y emoción, recordarnos frágiles, tratarnos y relacionarnos como tales, y aceptar lo incierto, sea, siglos después, una asignatura todavía pendiente.
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