Ese enigma, el público
Por dentro del espectador pasan más cosas de las que imaginamos. A cincuenta años de la Declaración de los Derechos Humanos, es bueno recordar las motivaciones y los derechos cercenados de este ser que, por lo general, se va tan silenciosamente como llega
El teatro ya tiene 25 siglos! Y en los primeros 21 se hizo al aire libre, ofrecido gratuitamente por las autoridades a la población. O sea, era un servicio público. Que divertía, en Roma; y que divertía y enseñaba en Grecia y la Edad Media, época en que se representaba para un público iletrado en su mayor parte.
Hasta hace apenas cuatro siglos, las mujeres no podían actuar. Los papeles femeninos los hacían hombres. Excepto en Roma, los actores no eran profesionales y el teatro se hacía en períodos muy breves del año. En Grecia sumaban 10 días, en Roma 60, en la Edad Media sólo algunos días de fin de año y Pascuas.
La función era de día - en Roma, a la mañana- y estaba ligada a la religión. No había separación drástica entre el escenario y la platea y un espectáculo congregaba a todas las clases de la sociedad.
El teatro (¡y por lo tanto el espectador!) nace en Grecia, de un culto rural en honor al dios de la vid, Dionisios, o sea el dios de la embriaguez y la desmesura. Tarda unos doscientos años en desarrollarse. Al principio, los participantes giran alrededor de un altar, cantando. Con el tiempo, alrededor de estos bailarines cantantes -unos cuarenta muchachos, los más dotados del pueblo- se conforma otro círculo, el de los que los miran. Los de adentro improvisan, y los de afuera repiten como un eco. Con el tiempo, el más dotado del coro -el coreuta- se sube al altar e improvisa solo. Se convierte en el corifeo, o jefe de coro. Los demás se inmovilizan y sólo repiten sus estrofas girando hacia un lado o el otro. Con el tiempo se coloca un banco cerca del altar, donde el corifeo salta (saltare in banco: saltimbanqui) y gesticula con libertad. Siete siglos antes de Cristo, se produce el cambio trascendental: la mesa se saca a un costado de los dos círculos, tanto del coro como de los que miran. El coreuta salta, canta, baila y gesticula, y los restantes miembros del coro le responden. Los demás, se han colocado en forma de herradura. Son los primeros espectadores.
Quién no conoce Hamlet ? Escrita a fines del siglo XVI, por el famoso autor inglés Shakespeare, tiene una escena que parece escrita para empezar este artículo. Como se sabe, el padre de Hamlet ha sido asesinado y llamativamente su madre se ha casado enseguida con su tío. Hamlet necesita una prueba de que su tío es culpable antes de actuar, y para eso, aprovecha unos actores que están de visita en la corte. Los invita a hacer una obra en la que, precisamente, un rey mata a otro rey y ocupa su lugar. Entre los espectadores va a estar su tío, el usurpador, y él va a mirar cuidadosamente sus reacciones. Como dice, textualmente: "La obra me servirá de excusa para atrapar la conciencia del rey". ¡Y no se equivoca! Porque en un momento dado el rey se para, sale gritando, se interrumpe la representación, se arma un lío infernal y... Hamlet consigue lo que se proponía. Poniendo a su tío de espectador.
¿Es así? ¿El teatro nos perturba tanto? ¿Por adentro del espectador pasan más cosas de las que nos imaginamos?
Entre nosotros hay una anécdota del siglo último que ya es historia. En una representación circense de Juan Moreira , cuando el gaucho enfrenta la partida, un espectador entró en la arena exclamando: "¡No voy a permitir que un hombre solo enfrente a la policía!".
Pura ilusión
Son espectadores que se olvidaron de que lo que pasa en el escenario es mentira. O dicho de una manera técnica, es una ilusión. Porque cuando somos espectadores y vamos a ver un espectáculo, exigimos que algunos bastidores nos representen a la Roma Antigua y que a los personajes los representen profesionales que hacen de lo que no son, los actores. Hacen del gaucho Juan Moreira o de los policías que van a apresarlos.
Saber que es una ilusión es fundamental. Porque nos permite relajarnos, identificarnos con lo que vemos; sentir piedad por el destino de Juan Moreira y emoción con su valor.
Terror y compasión son los sentimientos fundamentales que tenemos en el teatro, pero sólo podemos desplegarlos si sabemos que lo que pasa ahí arriba es mentira. Aunque no tan mentira como para no poder identificarnos. La ilusión tiene límites, que pierden los que suben al escenario para cambiar el rumbo de las cosas imaginarias.
Parece que hay una evolución en la ilusión humana. Hay un período que dejamos atrás, el de los juegos infantiles, en el que creemos en máscaras, o en magos, también llamados ilusionistas. O sea que, en la edad adulta, no nos ilusionamos así nomás. Si lo que vemos es demasiado ingenuo, no nos entregamos. Si es terrible, aceptamos verlo sólo si sabemos simultáneamente que es mentira. Necesitamos saber que la sangre es salsa de tomate, para ver una muerte.
Esto explicaría el malestar de ciertos espectadores que reaccionan airados cuando no se enganchan bien con un espectáculo. Una vez yo asistí - no me lo contaron- a un episodio realmente asombroso. Sucedió hace treinta años, en la época en que cuatro o cinco teatros independientes florecían en cada barrio. En algunos se veían espectáculos fantásticos, en otros no tanto. Una vez, en el teatrito Los Andes, ubicado en Chacarita, un grupo vocacional hacía Macbeth . Era un espectáculo bastante malo, que sufríamos en silencio unos veinte espectadores. La ilusión moría todo el tiempo, y nos dejaba al descubierto a un grupo de voluntariosos muchachos del barrio. En un momento dado, el asesino de Banquo dice el inmortal verso: "¡Bien! Marchémonos y contemos lo que hemos hecho".
Como corresponde, los asesinos hicieron mutis por el foro. Por un instante el escenario quedó vacío. De golpe, un espectador se paró y dijo: "¡Marchémonos nosotros también!". Sin titubear, los demás aceptamos la generosa oferta. Y en un segundo... ¡sala y escenario quedaron vacíos!
Los que matan la ilusión
No sé si los que me están leyendo tienen los desconcertantes sueños que tengo yo; pero si los tienen, estoy seguro de que más de una vez se habrán extrañado por el hecho de que, curiosamente, uno está como mirando eso que pasa delante de los ojos. El amigo Freud, el inventor del psicoanálisis, llamó al sueño "la otra escena", y no puso ese nombre de casualidad. Ese señor no creía en la casualidad; llamó así al sueño por su similitud con el teatro. El creía que en el fondo -igual que en el teatro- uno sabe que está soñando, o sea que lo que ve no pasa de verdad, y que la ilusión del sueño tiene sus propios márgenes.
Y también están los que matan la ilusión. Que no son las mujeres como dice el tango. En el teatro son los distintos autores y movimientos que intentaron romper la ilusión, para ver si así conseguían un acercamiento más rico con el espectador. Pirandello, por ejemplo, autor italiano de la primera mitad de este siglo, escribió una obra llamada Seis personajes en busca de un autor : el título ya lo dice todo. Brecht, autor alemán que se extiende en el tiempo hasta la década del 60, intentó por todos los medios romper la ilusión: creó monólogos de cara al público, puso carteles, canciones, evitó las escenas melodramáticas. Quería un espectador bien despierto, consciente de lo que pasaba, crítico. En el auge del happening, en Estados Unidos, más o menos por la misma década, se destripaba una gallina sobre el escenario procurando que la sangre alcanzara a los espectadores. No era raro que en determinados espectáculos, en determinados momentos, los actores se acercaran a los espectadores, los acariciaran, los invitaran a bailar y... si se podía ir más lejos, hasta hicieran el amor con ellos. ¿Acaso célebres artistas no dicen que el teatro es un acto de amor entre un actor y un espectador? Ellos, simplemente, querían llevarlo a la práctica.
¿Por qué se probaron estas cosas? Algunos lo hicieron para experimentar, la mayoría para incidir más intensamente en las decisiones del espectador.
Ya que estamos en el cincuentenario de la proclamación de los derechos del hombre... sería bueno que incluyéramos uno sobre las libertades que se merece el espectador, bombardeado hoy por la publicidad, la televisión, el cine y ... por qué no, el teatro.
Hacia una nueva comprensión
¿Qué pasa con el espectador? Algunos confían en que un pedazo de ilusión le hará ver sus pecados; otros quieren desenfrenadamente que comprenda que lo que ve en el teatro es ficción (ensanchando así los límites de la ficción); otros quieren que tome conciencia, que asista a un espectáculo como un espectador que va a ver boxeo, fumando un cigarro, padeciendo o temiendo lo que le pasa al púgil, pero también opinando sobre lo que hace (Brecht), en suma ¿no lo queremos tan pasivo? ¿Queremos que aprenda más, comprenda más, salga a la calle, cambie el mundo? ¿Qué pasa con el espectador?
Parece que en el origen de un espectador hay alguien con un deseo. Un deseo de estar en otra parte, de vivir otras cosas, un deseo que no es tan sencillo como parece. Por eso, algunos lo muestran al principio incrédulo ("¿podrán satisfacer mi deseo?") o como alguien al que no le pasa nada, total la vida está en otra parte. Pero eso no es verdad; el espectador se prepara para vivir eso que será trascendental para él: porque a veces lo es, a veces lo que descubre lo siente como una revelación. Yo tuve en el teatro una revelación. Viendo un espectáculo, a los diecisiete años, encontré el sentido de mi vida.
Por eso el espectáculo se podría definir como el lugar donde nos dan permiso; un permiso especial para ver y sentir y analizar cosas que no ocurren fácilmente en la cotidianidad. Por eso también que existe la censura. Tanto de las autoridades como del espectador mismo (autocensura). Si tenemos un deseo de estar en otra parte, de tener un destino, es lógico que los que prefieren que no cambiemos de parecer implanten la censura, prohíban a los escritores, fabuladores de otros mundos.
Y autocensura, bueno... porque cuando de pronto se abren ante nosotros las nubes y nos dejan ver un cielo más claro, lleno de sol, que nos llama, porque ahí vamos a estar más motivados, lo que vamos a hacer va a llenarnos mucho más, de pronto... sentimos piel de gallina: ¿conviene dejar esto que tenemos? ¿Así como estamos... no estamos bien? ¿En el cambio no podemos perder? Y cerramos la ventana, corremos la cortinas, y prendemos el televisor.
Una anécdota circula por el ambiente de teatro que, como todo lo que se recuerda, tiene un alto contenido simbólico. Hace unos veinte años, un jueves, en un subsuelo del centro, un conjunto había estrenado Tío Vania de Chejov. Al día siguiente llovía torrencialmente y había un solo espectador en la sala. Los actores se reunieron para decidir si hacían la función o no. Los preocupaba suspender al día siguiente del estreno. Al rato entró presuroso el boletero para avisar que había vendido otra entrada. Una muchacha ganaba lentamente la sala y ocupaba una butaca. Los actores claudicaron y empezaron a representar la obra. Favorecido por la penumbra, el espectador masculino se paró, cruzó el pasillo que lo separaba de la muchacha y se sentó junto a ella. Cabildearon un rato, mientras Vania expresaba el martirio de su vida inútil. Después se pararon y salieron, dejando la sala vacía.
¿Fueron culpables de algo? En absoluto. ¿Tenían derecho a hacer lo que hicieron? Todo el del mundo: buscaban un destino, que por alguna razón la oferta de esa noche no les daba. Hay una única verdad: ¡todos queremos condicionar al espectador! ¿Por qué no lo dejamos tranquilo? Es muy difícil meterse todo el tiempo en los meandros de lo que piensa y hace. Nos guste o no, es el ciudadano del mundo, que con su paso, lento o rápido, va haciendo la historia.
Nuestro rostro o el rostro de la Gioconda
Por Witold Gombrowicz
( La Nación . 1944)
De vez en cuando resulta muy provechoso sacudir un poco (aunque con todo respeto) las viejas y consagradas verdades para ver si todavía sirven. Sabemos, por ejemplo, que el arte enaltece, espiritualiza al hombre, y tanto lo sabemos que ahora habrá que ver si, acaso, el arte también no rebaja a veces y ridiculiza al ser humano. Cuando se me ocurre ir a un museo me preocupo mucho más por los rostros de los visitantes que por los rostros pintados. Mientras los rostros pintados miran con una tranquilidad soberana, en los rostros vivientes y reales se nota algo convulsivo y desesperado, falso y ficticio, que hasta puede asustar a una persona poco acostumbrada. Ah, esas miradas piadosas o conocedoras, ese esfuerzo para estar a la altura , esa seudo-profundidad que se junta con todo un mar de seudo-impresiones, seudo-sentimientos, seudo-juicios. La Gioconda es una hermosa tela, pero si Leonardo da Vinci hubiese podido presentir las convulsiones que originaría su cuadro, es posible que hubiese aniquilado el rostro pintado para salvar los rostros reales.
Lo mismo ocurre con la música. Un buen concierto es una cosa digna de aprecio, pero muy a menudo caemos frente a un concierto en disonancias psíquicas y espirituales que solamente con gran dificultad se puede soportar. ¡Ah, el lenguaje pretencioso de los conocedores , los elogios mundanos de las damas mundanas, el lenguaje exaltado de los exaltados, el lenguaje sincero de los sinceros, el lenguaje inteligente de los inteligentes y todos los demás lenguajes de todas las demás personas! ¿Por qué cuando uno toma café con leche está siempre en su lugar y cuando se confronta con Richard Strauss pierde de repente todo el equilibrio y se vuelve presuntuoso o ingenuo? (...) Cuando hombres normales e inteligentes en todas sus demás realidades se pierden de modo tan lamentable frente a cierta clase de fenómenos, esto quiere decir que hay algo de falso y de malo en su relación con esos fenómenos. (...) Creemos que si la gente va a un concierto, es porque le encanta la obra, y si uno se queda horas mirando la Gioconda, es porque la Gioconda es hermosa. A los que fingen esas admiraciones los llamamos snobs , matándolos con esa palabrita cruel, y todo se resuelve de modo muy fácil, según la máxima, "el poeta con canto inspirado encanta al oyente y el oyente, encantado, oye".
Permitidme. Tales simplificaciones resultan ya anacrónicas y tendremos que analizar más de cerca el estado de un alma de oyente que asiste a un concierto en el Teatro Colón. (...) En realidad, durante un concierto, son muy pocos los que gozan de modo espontáneo e individual, y aun es posible que la mayoría se aburra un poco; pero cada uno está persuadido de que los demás gozan y se adapta al goce general. De tal modo todos gozan, aunque nadie goza individualmente, y si la sala estalla en aplausos esto no quiere decir que todos en verdad queden encantados, sino que uno aplaude porque aplaude el otro y que todos mutuamente se obligan al entusiasmo. (...) De ningún modo podríamos despreciar tales sentimientos, pero, cuando se toma en cuenta que todo el arte se realiza en un ámbito colectivo, es imposible pasar por alto este factor que cambia por completo nuestra convivencia con las musas.
El segundo factor importantísimo es el que se podría llamar factor religioso . Asistimos a un concierto o a un recital poético más o menos en el mismo estado de alma que experimentamos al asistir a misa. Participamos de un acto divino y ya la participación misma satisface nuestros deseos de sublimación.
Ahora, el tercer factor pertenece ya al orden puramente individual y personal. Todos saben, o por lo menos sienten, que el artista, bajo ciertos aspectos, es realmente superior a los demás hombres: él tiene más conciencia, más sensibilidad e imaginación, comprende y siente mejor. (...) Pero frente a la superioridad empiezan los sufrimientos de la inferioridad y he aquí por qué resulta tan difícil emitir juicios sobre una obra de arte y por qué enseguida todas nuestras ambiciones se ponen en juego.
Por falta de espacio puedo señalar solamente de modo superficial estos factores, no mencionando siquiera varios otros que tampoco tienen mucho que ver con la estética pura. (...) Así que el arte, que nosotros encaramos casi únicamente como un goce estético y espiritual, es en realidad algo incomparablemente más turbio y complicado. Es una lucha de ambiciones, un rito casi religioso, una autosugestión colectiva, un proceso de mitologización, una carrera deportista, hasta a veces una manía mental. Y estos factores rigen tanto las reacciones del público en general como las de los más finos aficionados y aun de los artistas mismos, porque nadie sabe evadirse de ellos por completo. Aquí nada es puro; todo es impuro, todo constituye una mezcla de los más diversos elementos, y justamente esa grandiosa impureza del arte debe agradar a los que se dedican a él. ¿Cómo es posible reducir todo eso a la pura estética y a una retórica estéril y vacía sobre la grandeza del arte , etc.? (...) Nuestra vida artística se desarrolla en un clima de perpetua mentira, y es por eso que la clase culta no tiene casi ningún real contacto con la cultura. (...) Mientras no tengamos el valor necesario para dejar las ilusiones, mientras no lleguemos a una mejor conciencia de las fuerzas que nos dominan, siempre el rostro pintado de la Gioconda va a transformar nuestro propio rostro en algo... algo... en fin, en algo bastante dudoso.