En el Danzón no se danza ni nunca se debe haber danzado. Hace años que no iba. Los tragos son perfectos, elegí uno enorme con jengibre y miel. Cambió la fauna local. Ahora son mayormente foráneos y lo único que se baila es una danza de seducción tediosa a la que creo le perdí el ritmo. Estoy malhumorada y un tanto agresiva y que me hablen desconocidos al oído en un pasillo en un idoma que no entiendo, no es el programa ideal. Yo soy de la teoría de que "se trata bien a los extranjeros" y entonces hablé (o traté de hacerlo) con un tal Jeremy, un Laars, un Johan, un Frederick y finalmente un español (¡Oh, perdón, un catalán!) Jordi. Opté por el acento que más me gustó. ¡Viva la lengua madre que nos une! Jordi se llevó mi teléfono en una tarjetita que manoteamos de la barra. Ojos negros, pelos revueltos con apenas unas canas de lo más sexies en las patillas, una camisa impecablemente blanca y "te llamo en la semana, guapa".¡Que viva España!
LA NACION