Espejos y relojes
Siempre me pregunté qué pasaría con nuestra vida si no existieran los espejos y los relojes.
En el primer caso, ¿desaparecerían la moda, los productos de belleza, las peluquerías, las cirugías estéticas? ¿Dejaríamos de pensar en la edad como algo obsesivo? ¿Estaríamos más sanos, menos deprimidos, por el simple hecho de no ver los estragos que los años marcan en nuestra piel? ¿O todo seguiría igual?
Para Narciso, verse a sí mismo en un estanque significó un autoenamoramiento que lo llevó al suicidio.
¿Y si no se hubiese visto en ese espejo de agua, habría vivido tranquilo y sin egolatría, llegando a viejo?
¿Podríamos existir sin espejos? ¿Seríamos capaces de evitar aunque sea una visión borrosa de uno mismo en un panel de vidrio o en el agua transparente de alguna fuente? ¿O será que tener un reflejo del propio cuerpo es una necesidad tan básica como respirar, algo ineludible?
¿Qué hacían los hombres y las mujeres primitivos? ¿ También se miraban en los metales que pulían?
La misma pregunta me la hago con respecto a los relojes, de los cuales estamos tan pendientes. Si no tuviéramos un reloj en nuestra muñeca, ¿cómo emplearíamos nuestro tiempo? ¿De la misma manera? Si los relojes no nos miraran desde las paredes de nuestras casas, de cualquier bar, si el paso de los segundos no apareciera en la pantalla de televisión o de la computadora, o desde el mismo celular, qué sucedería?
Por algo en los casinos, en los supermercados y en las grandes tiendas no hay relojes. Para seguir permaneciendo allí, jugando y comprando y olvidándose del mundo externo.
A propósito de eso, tengo entre mis manos una entrevista que un periodista catalán, Víctor M. Amela, le hiciera a un muchacho nacido en el Sahara, en un campamento tuareg (que quedaba entre Tombuctú y Gao), que se fue a estudiar a una Universidad de Montpellier, Francia. El nombre del ex nómade, pastor de camellos y cabras es Moussa Ag Assarid y el reportaje fue publicado por La Vanguardia en los años 60.
El muchacho le contaba al periodista que tuareg significa abandonado porque se trata de "un viejo pueblo del desierto, solitario, orgulloso, que pastorea animales en un reino de infinito y de silencio". Y decía: "Si estás a solas en aquel silencio, oyes el latido de tu propio corazón. No hay mejor lugar para hallarse a uno mismo. (…) Allí, cada pequeña cosa proporciona felicidad. Nadie sueña con llegar a ser, ¡porque cada uno ya es!"
Cuando le piden que se refiera al cambio que experimentó al llegar a Europa, afirma que lo primero que más le chocó fue ver a la gente corriendo por el aeropuerto. "En el desierto sólo se corre si viene una tormenta de arena". Luego, el derroche que se hace del agua. Lo que extrañaba era la leche de camella, caminar descalzo sobre la arena cálida y las estrellas. "Allí las miramos cada noche y cada estrella es distinta de la otra. Aquí, por la noche, miran la tele".
Y concluía, diciendo: "Aquí tienes reloj, allí tenemos el tiempo".
Y entonces uno, al igual que el periodista Amela, se pregunta qué hizo que ese adolescente musulmán cambiara el desierto africano por la universidad de Montpellier, el tiempo por el reloj. La historia es increíble: en un momento dado pasó por su campamento tuareg el rally París-Dakar y a una periodista se le cayó un libro de la mochila. El lo recogió y se lo dio. Pero ella se lo regaló. Era El principito, de Saint-Exupéry, y el joven nómade se prometió a sí mismo ser capaz de leerlo un día. Y así logró una beca para estudiar en Francia.
Ojalá hoy no se arrepienta de aquella elección, si es que sigue viviendo en Europa. Pero la intensidad de su infancia en el desierto y las enseñanzas del principito son muy coincidentes, y quiero pensar que su existencia transcurre en un asteroide con dunas, regando una rosa.