"Probablemente Dios no existe, así que dejá de preocuparte y disfrutá tu vida". La combinación de nihilismo y autoayuda sorprendió a los londinenses, que en el verano de 2008 asistieron al desfile de la frase en los clásicos buses double-decker. La campaña había sido ideada por la periodista Ariane Sherine y financiada por el biólogo evolutivo Richard Dawkins, que venía haciendo sus propios esfuerzos para sacar el ateísmo del placard. Así como los grupos religiosos se arrogaban el derecho de intervenir en debates cruciales para la sociedad, Dawkins exigía que empezara a escucharse a quienes no tenían a ningún dios como brújula moral.
Ese mismo año, el ingeniero mecánico Fernando Lozada organizó el primer Congreso Nacional de Ateísmo en Argentina, con filósofos, políticos y científicos. León Ferrari, que prestó su obra El Infierno para la ocasión, siempre ponía en su estudio los afiches de las reuniones, que se hicieron hasta 2014. El artista comprometido y provocador sabía que la mala fama del ateísmo tenía un lazo directo con la olla a presión nacional. Desde fines del siglo XIX, se lo asoció con el anarquismo y con el feminismo, una lógica que heredaron las dictaduras que equipararon a ateos con terroristas.
"La persecución nos acarreó el ocultamiento y dañó la conciencia de pertenencia", dice ahora Lozada (44), que también fundó la Coalición Argentina por un Estado Laico, con 12.461 seguidores al cierre de esta edición. Cada vez que puede, la CAEL recuerda los resultados de la Primera Encuesta Sobre Creencias y Actitudes Religiosas que el doctor en Sociología, Fortunato Mallimaci, publicó hace una década: si bien el 76,5% de los argentinos eran católicos, solo el 23% de los creyentes decía relacionarse con su dios a través de una institución. Los siguientes estudios confirmaron la desconfianza en Roma y en sus sucursales.
La Iglesia es un poder en merma, pero todavía un poder. Alfonsín, Kirchner, Cristina y Macri juraron sus presidencias por Dios Nuestro Señor y los Santos Evangelios. Como los últimos dictadores que, entre 1977 y 1981, firmaron cuatro decretos que beneficiaron a arzobispos y obispos con una asignación equivalente al 80% de la remuneración de un juez, pagos por parroquias de frontera y jubilaciones graciables a los sacerdotes. Desde entonces se consolidaron beneficios como las contribuciones mensuales por seminarista, partidas para las causas de canonización, el mantenimiento de tribunales y facultades eclesiásticas.
En marzo de este año, durante su informe al Congreso, el jefe de Gabinete Marcos Peña reconoció que el último presupuesto previó asignaciones para 140 obispos y arzobispos, 640 sacerdotes y 1.200 seminaristas. El Estado también subsidia talleres y actividades de distintas organizaciones católicas. Un gasto que ascendía a 130 millones y ni siquiera se acercaba al total. Lozada calcula que se destinan nada menos que $18.000 millones anuales a la educación inicial, primaria y secundaria en escuelas confesionales (solo en la ciudad de Buenos Aires son más de $1.200 millones). La Iglesia contraargumenta que esa plata va a los docentes; al Estado le sale más barato porque no paga edificios ni mantenimiento, lo que permite cobrar cuotas bajas.
El paso de Peña por el Congreso tuvo consecuencias. El diputado Alejandro Echegaray presentó un proyecto de ley para que el Estado deje de pagar los salarios de la curia. Argumenta que el artículo 2 de la Constitución ("El Gobierno federal sostiene el culto católico apostólico romano") no obliga a liquidar haberes. El apoyo estatal a la Iglesia, insiste el radical, ya se traduce en subsidios, exenciones impositivas y el mantenimiento de templos. Desde la reforma de 1994, el presidente ya no necesita ser católico, y los pueblos originarios tampoco ser convertidos. Los tratados internacionales sobre libertad de pensamiento, conciencia y religión, que suscribió el país, son claros: hoy se protege tanto el derecho a profesar una religión como a no profesar ninguna.
Los militantes laicos tienen más fundamentos por la separación del Estado y la Iglesia. El año pasado, la Corte Suprema ordenó terminar con la educación religiosa en las escuelas públicas de Salta, después de que un grupo de madres se hartaran de que sus hijos fueran obligados a rezos, oraciones y bendiciones durante la cursada. Los jueces recordaron que las normas eclesiásticas no forman parte del derecho argentino y que sus clérigos no son funcionarios públicos. En un caso que todavía está en los tribunales, seis madres tucumanas siguieron el mismo camino.
Si llega, el cambio será lento. María Rachid –exvicepresidenta del Inadi– todavía recuerda una escena de 2012, cuando un grupo de fanáticos la esperaba fuera de la Legislatura al grito de "hereje" y "lesbiana abortista". Venía de presentar un proyecto para quitar los símbolos religiosos de los organismos públicos de la ciudad. Ni siquiera llegó a tener dictamen. "El debate estuvo lleno de violencia y agresiones", dice Rachid, secretaria general de la Federación Argentina de Lesbianas, Gays, Bisexuales y Trans (FALGBT). Pero los defensores de la iniciativa no se bajan de sus argumentos: "La cruz es un elemento de tortura; la Virgen, una apología de la maternidad infantil". Mientras tanto, cruces y vírgenes siguen copando comisarías, juzgados, estaciones de subte, aeropuertos.
Y hospitales. Desde 1982, una ordenanza porteña habilita un sueldo de empleados públicos a los curas y monjas que dan acompañamiento espiritual a los pacientes. Gozan de "alojamiento independiente y amueblado", "atención doméstica a cargo de los servicios generales del establecimiento" y "alimentación, aseo y planchado" (ellos reciben ropa; ellas, tela para hacérsela). Después de que la FALGBT pidiera la inconstitucionalidad, un fallo de la Cámara ordenó que los representantes católicos dejen de actuar como intermediarios de otras religiones –solo los capellanes pueden autorizar la entrada de otros cultos– y de dispensar a las monjas de la obligación de "velar por el mantenimiento de la moral dentro del establecimiento".Los anacronismos legales y la revulsión callejera parecen alumbrar el contexto para el triunfo de los proyectos laicos. Con las turbulencias socioeconómicas en alza y la ola verde por el aborto legal, la relación entre el papa Francisco y el Gobierno nacional atraviesa su peor momento. La ola naranja –el color que portan quienes llevan adelante la iniciativa de separar la Iglesia del Estado– tampoco es incompatible con el mito de la derecha moderna: conservadora en lo económico, liberal en lo político, democrática en el disenso. Para algunas y para algunos, es momento de ir por todo.
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