Facturas
"Hacerse amigo del juez" tiene sus ventajas, y quien dice juez dice poder; por lo tanto, hacerse amigo del poderoso, del influyente, o directamente del gobernante, otorga privilegios y distinciones que, por supuesto, tienen fecha de vencimiento, ya que nadie retiene el poder eternamente. Está claro que el dinero, las grandes fortunas y las logias y asociaciones que integran ese gigante formado por pequeñas minorías privilegiadas (muchas veces ocultas y disimuladas por sociedades que se dicen anónimas pero que son identificables, y que se hacen llamar de responsabilidad limitada, pero no tienen límites claros) forman entretejidos sociales de estrecha vinculación con los políticos de turno y con "fuerzas vivas" (vivísimas, diría yo), que no sueltan la manivela del poder por siglos y siglos. Pero aun así llega un momento en que los tableros políticos sufren cambios, transformaciones, y a veces desplazan sus ejes con violencia, produciendo crisis y caída de castas que serán reemplazadas por otras persiguiendo los mismos fines.
Es por eso que resulta un juego peligroso meterse en esos ambientes si uno no pertenece a ellos por herencia, capital o influencias, y lo más prudente es mantenerse lo más lejos posible de estos círculos que se asemejan más a los que tan magistralmente pintó el gran Dante en su infierno que a los que forman las aureolas de los santos. Pero, ya se sabe, la ambición nos puede, las sirenas cantan mucho mejor que los participantes de American Idol o Cantando por un sueño , y nos atraen con promesas de eterna prosperidad.
Los gobernantes lo saben y, para que sus acciones y planes puedan tener un desarrollo apacible, hacen arreglos al llegar al poder y prometen ventajas a cambio de elogios, obsecuencias y "vista gorda". Hasta que de pronto el diablo mete la cola y, por H o por B (generalmente la H es la de hacienda y la B, la de beneficios), las cosas no cierran. Alguien se queda con vueltos; otros ofrecen "mejores términos y prestaciones de servicios más ventajosas", y viene el pase de facturas, que no tienen nada que ver con las ricas masas populares que acompañan al mate criollo, sino que provocan tragos amargos y enfrentamientos que se disfrazan de ideológicos cuando son puramente económicos.
Pactar con el poder es pactar con un diablo sin códigos que deja chiquito al gran Mefistófeles, quien, al menos, cuando te pide el alma a cambio de las ventajas del gran mundo, cumple en lugar y fecha el horror que prometió. No se disfraza de benefactor y mucho menos de víctima.
La independencia tiene un precio mucho más alto del que parece tener. Y, a cambio de la tranquilidad de conciencia que otorga, demanda el sacrificio de renunciar a privilegios, inmunidades e impunidades. Pero el hombre honesto o el que intenta serlo sabe que, a la postre, lo poco o mucho que haya podido conseguir por las buenas será suyo y sólo suyo, y no estará sujeto a los vaivenes del poder.
Estamos hartos de ver, y muchas veces de padecer, las consecuencias de esos pases de facturas entre grupos de poder y gobiernos de turno. Ambos nos confunden con debates seudoideologizados, nos hacen tomar partido y quieren convertirnos en agua para su molino. Ya es hora de estar atentos y ser conscientes de esos pactos que, cuando se rompen, desatan tempestades difíciles de superar. Se apoyan y financian campañas electorales, y cuando alguna de las partes traiciona y no paga, lo que debe el desbarajuste tiene que ser absorbido por el pueblo. Las causas las sospechamos con bastante certeza, pero ellos arman un sinfín de argumentos para quedar libres de culpa y cargo, y victimizarse.
La cantidad de calamidades nunca explicadas ni esclarecidas por justicias lentas y trabadas por expedientes encajonados prueba que quien pacta con el diablo jamás asume su culpa, mientras debacles, corralitos, atentados y voladuras de ciudades quedan en un limbo sin castigo. Facturas y más facturas... y nosotros, en ayunas.
El autor es actor y escritor
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