Furstenberg, mi guarida de juventud: en esa placita de París, nos amábamos de pie
Había manejado la tarde anterior desde la Provenza, calculando entrar en París a medianoche sin tráfico. Cuando estacioné el auto dentro de la cour de su casa en Saint-Germain-des-Prés, mi corazón, como siempre, empezó a latir fuerte. Por ella, por París, por la vida. Le traía de regalo una botella con un fondo de ron llena de chauchas de vainilla: la orquídea trepadora de Madagascar, que lucía en su fruto nuestro amor de escaldos. El ron mantiene la humedad y el perfume de las vainillas; hacía años que se las compraba a Jean Marc en en el mercado de Aix. Eran gordas y llenas de semillas untuosas, las usábamos para hacer helado de duraznos briscos muy maduros: viciados, dulces de sol como los amparos de sus pechos cuando nos quedábamos dormidos en las medianoches de palabras, ansias y consumación.
Lo primero que vi al entrar en la casa fue la mesa de madera sobre el pasto, donde siempre tomábamos el desayuno al resguardo del árbol del jardín vecino: el museo Delacroix y su atelier en la Place de Furstenberg, que siempre fue mi guarida de juventud. Tantas veces entré en el pequeño museo a ver sus tigres en la paz de su estudio, custodio de aquel árbol que desde hacía años nos daba sombra.
Me asomé a la puerta de su cuarto, que estaba abierta. El sol de media mañana daba sobre la colcha blanca y parecía abrazar la forma de su cuerpo, que aún dormía. El reflejo del blanco daba sobre el antiguo florero de Lalique que yo le había regalado el año anterior. Tenía adentro una astromelia y una rama de culandrillo. Ya durante el alba me había asomado varias veces a su ventana, impaciente por que se despertara.
Era verano y el sereno de la mañana no parecía suficiente para refrescar las flores y hierbas del jardín, apesadumbradas por semanas de bochorno. Puse la mesa del desayuno con una ensalada de mangos, pan negro y café. Siempre me preguntaba cómo hacía para mantener tan inmaculadamente limpios los mullidos almohadones de los sillones de hierro del jardín. Eran, sin duda, un símbolo de su alma que siempre parecía debatir entre opuestos: luz y oscuridad, recato e impudicia, alegría y tristeza, elegancia y desaliño. Sobre la pared del fondo estaba la alta, insigne, antigua y enorme canilla de bronce, que al abrirla nos otorgaba en verano la sensual delicia de aguas.
Nos llevaba días desandar los caminos del tiempo sin vernos. Debíamos recomponer cada silencio, cada beso, cada palabra y caricia. Al recuperar nuestros secretos, germinábamos otra vez y al menos yo sentía que cada vez el ímpetu de nuestra atracción se veía acrecentado.
Pero eran su inteligencia y sus besos impregnados de labios y sueños en los azarosos paseos del lamer que verdaderamente venía a buscar, trasegando aviones, rutas y espera. Siempre me gustó esperar. Nuestras lecturas a viva voz en la placita Furstenberg eran palabras que siempre terminaban en nuestras bocas, besadas y profanas. Como si quisiéramos tragarlas en un vértigo de lujuria y placer. Obcecados de deseo nos amábamos de pie, casi vestidos en el jardín contra la pared detrás de los rododendros, encendíamos la enorme canilla de bronce que nos borbotaba agua fresca mientras nos mecíamos entre estoques y caricias, retrasando el final una y otra vez, en el prolongado aguardo del llegar.
Así como el día espera a la noche con los roces de los gestos de luz, nosotros quedábamos licenciosos, impudentes, con las manos lívidas de promesas, echados en el barro, lúbricos de amor con el festín de la más provocadora ciudad.
París. Corre por sus brisas la abundancia del amor y un silencio póstumo nos duerme en dicha.