Gestos que marcan el relato
Un proyecto de ley para que los pacientes recuperados de coronavirus en la provincia de Buenos Aires estén obligados a donar su plasma y que pueda ser utilizado en el tratamiento de nuevos infectados. Tal vez con las mejores intenciones –considerar un tratamiento para combatir el Covid-19 en el momento del pico de la pandemia y cuando se estima que sólo el 10% de los pacientes que se recuperan dona plasma–, la iniciativa que el diputado bonaerense Daniel Lipovetzky, de Juntos por el Cambio, presentó esta semana, encendió la controversia: ¿cómo una práctica médica como la donación de sangre puede pensarse compulsiva?
Insisto, las intenciones parecen buenas: hasta encontrar una vacuna o al menos un fármaco seguro que detenga al virus, el plasma de pacientes recuperados surge como la mejor alternativa disponible para tratar a los enfermos; por eso es fundamental apelar a la solidaridad de los posibles donantes y llevarles tranquilidad sobre que el procedimiento no tiene riesgos. Pero la solidaridad nunca puede ser obligatoria.
Por eso es tan llamativo que el legislador que impulsa el proyecto sea una de las caras más visibles de la defensa de la autonomía sobre el propio cuerpo que logró en junio de 2018 media sanción en el Congreso para el proyecto de interrupción legal del embarazo. La conversación planteó de inmediato una duda legítima: ¿dónde quedaría la idea de "mi cuerpo, mi decisión" cuando el Estado propone obligar a alguien que se recupera de una enfermedad a una práctica que debería ser altruista, voluntaria y decidida de manera individual? ¿No fue siempre un buen gesto donar sangre –cayó un 80% durante la cuarentena y también necesita ser incentivada–, como debería serlo donar plasma? No hay manera de equipararlo con la ley Justina, de la que también fue impulsor Lipovetzky: el donante presunto no puede ser forzado a nada toda vez que ya no está vivo.
Tal vez, precisamente, no haya sido más que un gesto, y es que por estos días son los gestos los que parecen regir las decisiones políticas que marcan (y delimitan) nuestras vidas, tal como lo puso de manifiesto el ministro de Salud de la Nación, Ginés González García, que reconoció así que la suspensión del permiso para hacer actividad física durante las próximas semanas no fue por motivos sanitarios: "Fue más el efecto gestualidad que la razón técnica del contagio". El riesgo "es bajo", aclaró el ministro, pero "no es bueno ver una vida de ese tipo", dijo. No es menor como declaración: los gestos son los que marcan el relato.
Los gestos pueden mostrar muchas cosas. Un solo gesto puede dejar en claro que algo no me interesa, o todo lo contrario. En este caso, si sabemos que hacer ejercicio es bueno para la salud física y mental, el gesto de negarlo aunque no sea nocivo, ¿no marca un descuido por la psicología de quienes llevamos más de cien días de aislamiento? ¿Por qué la psicología del "runner" importaría menos que la de aquellos a quienes no se les quiere mostrar "una vida de ese tipo"?
Vivimos momentos complicados: la dirigencia pretende que gestos como la donación de plasma se exijan por ley, mientras que decisiones sanitarias como suspender el permiso para los runners se apoyan en gestos. Eso sí: el gesto de bajarse el sueldo, hasta ahora, solo lo tuvieron en el gobierno porteño.
"Donación" obligatoria, impuestos "solidarios", "cuarentena" de ciento veinte días. Los eufemismos dominan el lenguaje de este tiempo de palabras devaluadas y verdades a medias. Quizá por eso cuando debatimos sobre plasma o runners, en realidad sobre lo que discutimos es sobre los límites y alcances del Estado, sobre nuestra libertad y capacidad de decidir, sobre la responsabilidad y el paternalismo que ahora parece regirnos amparándose apenas en gestos.
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