Homenaje a la alegría de cocinar y comer: paseo por los mercados provenzales
Las canastas estaban pesadas al salir del mercado del sábado en Aix-en-Provence, donde frutas y verduras se lucen conquistando agrado. Entre bellos colores y los mejores sabores que da la tierra labriega. Es sabido que muchas veces no son las tierras mas fértiles las que logran abundar con sabor. La Provenza, con su aridez veraniega y sus tierras calizas o graníticas, se destaca por sus productos de huerta deliciosos, pequeños, menos desarrollados, pero con abundancia de concentración de gusto. Las mismas hierbas parecen nutrirse de aquella hirsuta escasez para glorificar las denominadas hierbas provenzales entre las que para mí se destaca la sarriette (ajedrea).
Podríamos decir también que mujeres y hombres criados en la sola abundancia no tengan los rasgos de interés que logran los individuos que batallan desde jóvenes por un porvenir colmado de sueños, forjados en océanos de adversidades. Porque en la trama del querer y el esfuerzo reside el interés.
Hacer un menú íntegramente vegano en Provenza resulta sencillo, me hace acordar a la vez que visito mi restaurante de Garzón, Ralph Lauren. Era un día primero de enero y el bochorno del calor parecía imposible de soportar, estaba con su familia y cuando le pregunté qué quería comer, con una sonrisa me dijo: "Servidme todas las pasturas y los árboles que vi desde la ventana del auto en mi camino hacia aquí". Con su decir, distendió a los comensales y al cocinero.
Los mercados provenzales como el de Aix o Nimes, sumados a cada pueblito, son un homenaje a la alegría de cocinar y comer.
Tenía muchos invitados a cenar y con infinita paciencia me puse en una mesa a la sombra a cortar zucchini, berenjenas y tomates pequeños para hacer una ratatouille de larga cocción en horno de barro. Es muy trabajoso, ya que se corta cada legumbre en láminas finas y se van disponiendo en grandes placas de horno, superpuestas e intercaladas como si fueran fichas de dominó, pintándolas con aceite de oliva embebido en ajo y abundante sarriette deshojado fresco.
El horno lo encendí temprano y lo calenté con varilla de sarmientos, las paredes de ladrillos se ponen blancas por el calor. Dejé que el fuego se convirtiera en cenizas y lo barrí con una rama, cerrando puerta y chimenea para que se enfrié un poco. Horas después tenía tres enormes placas de ratatouille crudas (9 kg. de verduras) dispuestas para ir al horno en una lenta cocción de tres horas.
Armé una gran mesa debajo de los robles, con platos, copas cubiertos y servilletas y con un fuentón de cobre lleno de hielo y botellas de vino rosado.
Al retirar las placas del horno estaban muy cocidas, como confitadas, los bordes superiores bien dorados, que es lo que más me gusta. Cuando estuvieron apenas tibias comencé a armar una torta de ratatouille, disponiendo capa sobre capa, casi en forma cónica, como si fuera un pastel de bodas. Lo serviría con una ensalada de lechugas al ajillo con almendras tostadas. Al ver la mesa puesta, sentí que toda mi vida de deseos, sueños y batallas estaba ofrecida allí.
El vértigo imperial del deseo en un mundo tímido y bravo, se trasluce con besos entre brisas de verano o en hojas ardidas de otoño, en el trasiego de vino de boca en boca o en el puñal o caricia de las palabras. Allí, en aquel abismo de ángeles y demonios, o en las pequeñas y frondosas cosquillas de la culminación. Un apiñado de lágrimas, abrazos y alegrías cortejadas por convicción y creencia, confortadas cada día en el regazo de mis días.
Siempre hubo lluvias, aunque me esforcé por solo ver el sol. En mi mesa festejada, estaban todas y cada una de ellas.