Nacieron cuando a la poliomielitis se la conocía como parálisis infantil, tiempos en que la única vacuna disponible, a veces fallaba. A Luis y a Ana la vacuna les falló cuando eran tan solo bebés. Sin embargo, el amor de sus padres logró que salieran adelante de la mejor manera posible. "Con mucho amor y poca piedad porque, cada cual a su modo, presentían que el amor estimula pero la lástima inmoviliza más que las secuelas. Los bastones y las ortesis, creían sus padres aunque quizás no supiesen expresarlo, eran desafíos para ayudar al cuerpo y fortalecer el espíritu", recuerda Luis.
Pasaron los años, los chicos crecieron y se convirtieron en adolescente. Un día, casi de casualidad, Ana escuchó un programa en la radio que llamó su atención. Pasaba largas horas sola y tenía que admitirlo. La radio se había convertido en una buena compañía que dejaba volar su imaginación y también la habilitaba a soñar que quizás, algún día, encontraría al amor de su vida. Esa tarde fue diferente: en el programa que escuchaba, el conductor leía una carta enviada por un chico de quince años que quería conocer a otros que, como él, tuvieran polio. Ese chico, que transcurría esa edad maravillosa en la que se cree poseer todas las respuestas cuando ni siquiera se han aprendido las preguntas, ofrecía ayudarlos.
Acortar las distancias
Ana tomó coraje y decidió llamarlo. No tenía nada que perder. Pidió autorización a sus padres y logró concretar una cita. Ana y Luis se conocieron en su casa un día de mucho frío que, para ellos, sin embargo, resultó ser cálido. La madre de Ana trajo bebidas calientes y presintió que era mejor dejar a los chicos solos. Luis hablaba y hablaba, y Ana lo escuchaba. Se hicieron amigos, se veían con frecuencia. Ambos vivían en Buenos Aires y tenían la posibilidad de encontrarse. Y, aunque la relación tuvo sus altibajos -hubo períodos en que casi perdieron el contacto- una y otra vez volvían a acercarse como planetas y satélites unidos por toda la eternidad.
La amistad creció y se transformó en amor. Con apenas 23 años decidieron casarse muy jóvenes. Luis se enamoró con una pasión y devoción. Para él, Ana era hermosa, dulce pero también apasionada y firme cuando era necesario. Para Ana, Luis era inteligente, algo fanfarrón y sin dudas charlatán, pero valía la pena estar a su lado.
Ambos trabajaron duro. Pudieron completar estudios universitarios: él en el área legal, ella en lo económico. Se mudaron a la provincia de Mendoza. El clima era de su agrado. Y allí consiguieron trabajo sin mayores dificultades. Nunca fueron ricos, siempre se esforzaron y avanzaron juntos, lado a lado, con paso firme.
Camino compartido
Al poco tiempo llegaron los hijos. "Ellos descubrieron que la discapacidad no es de quien la padece sino que recorre a todo el grupo familiar. No sintieron vergüenza sino orgullo, y, ya de grandes, también miedo por lo que traería la vejez".
Ana y Luis vieron cómo la familia se agrandaba. Y el paso de los años, trajo cuatro nietos que iluminaron los días de sus abuelos. Jugaban con bastones, sillas de ruedas y andadores. "Han pasado casi ocho décadas desde que aquellos bebés iniciaron el camino de ser diferentes pero iguales. Aprendimos lo necesario: a no desfallecer ante lo que falta y disfrutar lo que se tiene. Sabemos que no tenemos que quedarnos quietos, aunque parezca fácil y cómodo. Siempre seguimos remando, aún contra la corriente, aunque más no sea para que los nietos recuerden que sus abuelos nunca aflojaron".
Alguna vez les preguntaron cuál era el secreto para mantenerse juntos. "No hay respuestas sencillas ni abarcadoras. A veces se puede, otras no", respondieron casi al unísono. Ni más que eso, ni menos.
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