Ivan Jablonka: "La misoginia no es un mero asunto de mujeres"
"Laëtitia Perrais fue secuestrada la noche del 18 al 19 de enero de 2011. Era una mesera de dieciocho años. Llevaba una vida común y corriente en la familia adoptiva donde había sido asignada con su hermana melliza. El asesino fue arrestado al cabo de dos días, pero varias semanas debieron transcurrir hasta que se encontró el cuerpo de la joven. El caso despertó una inmensa conmoción en todo el país. El presidente de la República, Nicolas Sarkozy, al criticar el seguimiento judicial, cuestionó a los jueces, a quienes prometió sanciones en respuesta a sus faltas. Sus declaraciones desataron un movimiento de huelga inédito en la historia de la magistratura. En agosto de 2011, un caso dentro del caso, el padre adoptivo de las chicas fue imputado por agresiones sexuales a la hermana de Laëtitia. Hasta hoy, se ignora si la propia Laëtitia fue violada, sea por su padre adoptivo o por su asesino”, escribe el historiador y sociólogo francés Ivan Jablonka [París, 1973] en la introducción de Laëtitia o el fin de los hombres [Anagrama-Libros del Zorzal], relato desgarrador que reconstruye la historia de esta joven, considerado por la prestigiosa revista Lire como la obra francesa de no ficción criminal más importante después de El adversario, de Emmanuel Carrère.
“Laëtitia no cuenta solo por su muerte. Su vida también nos importa porque la joven es un hecho social. Encarna dos fenómenos: la vulnerabilidad de los niños y la violencia de género –destaca–. Son estos dramas los que nos recuerdan que vivimos en un mundo donde se acosa, se golpea, se viola y se mata a las mujeres. Un mundo donde las mujeres no terminan de ser sujetos de pleno derecho”.
En Francia, más de 80 mil mujeres adultas son víctimas de violación o de intento de violación cada año; apenas el 10% lo denuncia, según cifras oficiales. Cada tres días, una mujer muere por violencia de su pareja o de su expareja. En la Argentina, según las estadísticas de la organización Casa del Encuentro, se comete un femicidio cada 30 horas.
–¿El caso de Laëtitia sirve de espejo para revisar el lado oscuro de nuestras sociedades?
–Sí, hay muchas Laëtitias en nuestras sociedades. Mujeres hostigadas, golpeadas, maltratadas, violadas, matadas; pero esas víctimas también son mujeres corajudas, fuertes en las pruebas que han de atravesar, de alguna manera son resistentes. Laëtitia era alegre, positiva, encarnaba la alegría de vivir y la capacidad de resiliencia. Numerosos escritores se han volcado a tratar hechos policiales, y yo quise invertir la perspectiva habitual. Quería detenerme no en el crimen, en la muerte, en la sangre, sino en aquella que había desaparecido. La palabra víctima encierra una trampa, porque siempre devuelve a la persona al suceso terrible que protagonizó. Quise extirpar a Laëtitia del crimen que la destruyó. Por ende, es menos el relato de un hecho policial que una biografía, un retrato de mujer.
–Usted bien dice que Laëtitia conoció todo el espectro de la violencia masculina: “Su padre violó a su madre, su padre adoptivo abusó de su hermana. Creció en una atmósfera de violencia masculina difusa”. ¿Podemos hablar de una crónica de una muerte anunciada?
–Cuando uno toma consciencia de la vida que ella tuvo, su asesinato cobra una dimensión muy distinta: se convierte en un hecho social. La muerte de Laëtitia no es una anécdota, un mero hecho policial. Es la historia de una muchacha que fue destruida en el lapso de 18 años: violencia familiar y masculina, alcoholismo, maltrato, escolaridad caótica, asignación a un hogar de menores y a una familia adoptiva. Entonces, el crimen deviene un problema de envergadura histórica y sociológica sobre la vulnerabilidad de los niños, la invisibilidad de los jóvenes de las clases bajas, la violencia de género, el funcionamiento del Poder Ejecutivo, la evolución de la Justicia, el rol de los medios de comunicación, etc. ¿Laëtitia estaba condenada? No lo creo. Su hermana hoy está viva. Sí se convirtió en alguien altamente vulnerable, presa fácil de los hombres violentos, a raíz de la infancia que tuvo. Su sistema de defensa fue desactivado desde sus primeros años de vida, acaso en su vida prenatal, puesto que su padre violaba a su madre.
–El mundo está expresándose en voz alta en materia de derechos de las mujeres. Cada vez son más las mujeres que se animan a denunciar abusos y romper con determinados prejuicios. Recientemente, en Hollywood, se desató una ola de denuncias, y la revista Time coronó como Personalidad del Año a aquellas voces que “rompieron el silencio” y desencadenaron a través de las redes sociales el reconocimiento de una incómoda verdad en el mundo. ¿Qué opinión le merece?
–Las estratagemas de Weinstein me inspiran repulsión, y las mujeres que lo denunciaron han sido muy valientes. El movimiento #MeToo, que se fue dispersando por todo el mundo, es decisivo. Romper el silencio ya es resistir. Hombres y mujeres pueden decir no. Creo que los hombres, esos millones de hombres a quienes esa violencia horroriza e indigna, no deberían dudar en proclamarse feministas. Cuando uno se detiene en la historia de las mujeres, comprueba que es una historia por definición feminista, puesto que las mujeres son las silenciosas de la historia: hay menos archivos sobre ellas que sobre los hombres, las mujeres han sido reducidas al silencio. Interesarse por esas silenciosas, escuchar sus voces extintas es militar contra el olvido y la indiferencia. Hablar de una chica del pueblo masacrada a los 18 años ya es un acto de compromiso. Y eso demuestra que la historia más rigurosa puede perfectamente ir de la mano de un fuerte involucramiento. La misoginia no es un mero asunto de mujeres, así como el antisemitismo no es un mero asunto de los judíos.
–Muchos hombres consideran que la emancipación de la mujer no es problema de ellos. El título de su libro hace referencia a el fin de los hombres. ¿Considera que las nuevas generaciones son mucho más sensibles a otra definición de masculinidad?
–El subtítulo El fin de los hombres remite a dos cosas. Ante todo, el asesinato de Laëtitia fue tan violento, tan odioso que uno tiene la impresión de que nuestro mundo se ha desfondado. Tras el descubrimiento de una parte del cuerpo de Laëtitia, el juez de instrucción ordenó vaciar tres lagos, con la esperanza de hallar la parte faltante. Es un crimen del fin del mundo. También cabe entender el subtítulo en sentido masculino. El padre alcohólico y violador, el padre adoptivo Tartufo, el asesino ultraviolento, el presidente de la República instrumentalizando a Laëtitia: todo ello son muestras de masculinidades descarriadas, y esas diferentes entronizaciones de la violencia constituyen los resabios de un patriarcado que, a mi entender, está declinando a escala mundial. Desde luego que aún hay mucha discriminación, violencia, opresión, crimen. Pero la misoginia está muerta como esquema de pensamiento. Hoy, se mide la calidad democrática de una sociedad en función de su capacidad para luchar contra la violencia sexista y favorecer la igualdad entre las mujeres y los hombres.
–En su última visita a Buenos Aires [octubre de 2016] tuvo oportunidad de interiorizarse en el movimiento #NiUnaMenos. ¿Qué opinión le merece esta necesidad de gritar nos queremos vivas?
–Por supuesto que me impactó la campaña de #NiUnaMenos. No sé si su creación debe ser motivo de alegría por demostrar la amplitud de la movilización, o bien de inquietud por revelar la magnitud de la violencia sexista que pesa sobre la vida de las mujeres latinoamericanas. Recuerdo también la violación y el homicidio de Lucía en Mar del Plata, en 2016. Todo el mundo sabe el papel que desempeñaron Susana Chávez [poeta y activista mexicana asesinada el 6 de enero de 2011. En 1995, acuñó la consigna Ni una más] y Marcela Lagarde [la antropóloga mexicana es una de las mayores expertas en violencia contra las mujeres]. El femicidio existe, y fue en América del Sur que esa noción entró en el Código Penal. Allí también, no sé si debemos congratularnos o inquietarnos: el vigor de la reacción popular está a la altura del shock que provoca cada violación, cada asesinato.
–En su libro usted no incluye la voz del asesino. ¿Por qué decidió no hacerlo?
–No tuve la intención de conocer al asesino. Primero, porque mató a Laëtitia: sería paradójico, y hasta chocante, que se le pregunte su opinión sobre aquella a quien le quitó la vida. No corresponde al asesino informarnos acerca de la persona que él mató. Por otra parte, la familia de Laëtitia confió en mí, me habló, me mostró fotos y escritos; habría traicionado esa confianza si hubiera ido al encuentro de ese hombre y le hubiese dado la ocasión de disertar sobre la joven cuya memoria no dejó de ensuciar, sin nunca ayudar a los investigadores a dar con su cuerpo. No sólo la mató, sino que adoptó una postura de burla y humillación post mortem. El relato de un hecho policial está estructuralmente centrado en el crimen. La única protagonista es la muerte, la violencia, que es producto del criminal; la víctima solo está allí por haber sido violada, matada, etc. Eso se ve durante el juicio: el foco de todas las miradas es el acusado, sentado en el banquillo; la víctima, sobre todo cuando está muerta, es secundaria. Yo me niego a abonar esa perspectiva: Laëtitia es la única protagonista de mi libro. No obstante, contar la vida de Laëtitia no me impide hablar del asesino con humanidad. Él forma parte de mi libro no porque haya matado a Laëtitia, sino porque Laëtitia se sintió atraída por él y pasó sus últimas horas siguiéndolo.
–Las historias basadas en acontecimientos reales están muy presentes hoy. ¿Por qué cree que es así?
–La gente quiere saber si la historia que lee es cierta, y es absolutamente lógico. ¿Recurrí a la ficción? No. Relato cosas ciertas, hechos comprobados, verificados, cotejados, apuntalados por fuentes, testimonios o documentos. Abordé la vida de Laëtitia como un hecho social. Cuando ignoro algo, lo digo; no colmo los huecos con grandes paladas de ficción. Hay historiadores que piensan que la historia se define como el estudio del pasado. Pero la historia es un cuestionamiento del presente hacia el pasado, gracias a fuentes que existen hoy y que son una mediación con ese pasado. El historiador ayuda a los vivos a entender a los muertos.
–Usted acentúa en la idea de que la verdadera necesidad del historiador es tener una distancia crítica. ¿Cómo se alcanza?
–Cuando uno se dedica a la historia, necesita distancia respecto del objeto de estudio. Un historiador no hace un libro que glorifique, que llore o, por el contrario, que denigre. Tengo un interés existencial que me empuja hacia la trayectoria de Laëtitia, pero tengo un tratamiento distanciado. En mi libro, hablo de ella en términos sociológicos, refiriéndome a la vulnerabilidad de los niños que viven en hogares de menores y a la violencia de género. Hasta se me podría reprochar mi frialdad, pues hablo de Laëtitia como parte de una generación, de un medio social, de un país, de una sociedad, etc. Por eso escribí que Laëtitia vivió siglos. En mis libros utilizo la primera persona. Es un pacto de honestidad con el lector, que no encontramos en A sangre fría. La manera en la que Truman Capote oculta ciertas cosas, su relación de amistad-fascinación con los dos criminales, el rol de su amiga Harper Lee, es problemática desde el punto de vista del método, en ese pacto de honestidad con el lector. Por mi parte, yo sólo hablo de mí por razones metodológicas. En mi libro no hay ninguna confesión, ninguna confidencia impúdica de mi parte; solo hay la presencia de un investigador para explicar la distancia entre su objeto de estudio y su persona. Yo soy un hombre de unos cuarenta y tantos años, parisino, profesor de universidad; ella es una muchacha de 18 años, oriunda del cuarto mundo. Esa relación de distancia y de proximidad, de repliegue y de empatía, influye en el modo en que escribo la historia.
–Escribir sobre esta joven sin duda lo condujo a confrontarse con el machismo propio y el de la sociedad. ¿Qué impacto tuvo en usted?
–Mi libro se esfuerza por romper los esquemas en varios campos. En primer lugar, la línea divisoria entre lo masculino y lo femenino. Soy un hombre que se interesa por la historia de las mujeres, en particular por la violencia que padecen. Eso no es tan común; la inmensa mayoría de los investigadores que trabajan sobre las relaciones sociales de sexo son mujeres. En segundo lugar, la línea divisoria entre el pueblo y la élite. Un historiador parisino le dedicó un libro a una muchacha del cuarto mundo. ¿Y qué? Los diplomas y la posición social jamás han impedido a ningún investigador, a ningún escritor, a ningún pensador intentar reparar las injusticias. Tercero, hablo del presente, e incluso de aquello que los periodistas designan la actualidad, rechazando así la línea divisoria tácita que indica que un historiador debería estudiar el pasado, mientras que el sociólogo debería interesarse por el presente. Estudio el otrora y el antaño en su más candente actualidad. El pasado vibra en nuestro presente. A partir de esa base, hacer historia es ser apasionadamente contemporáneo.
–¿Podemos decir que con Laëtitia o el fin de los hombres e Historia de los abuelos que no tuve [su libro anterior] narra la vida de personas ausentes?
–La ausencia es fundadora en mi familia porque mis abuelos fueron asesinados durante la Segunda Guerra Mundial [en Historia de los abuelos... cuenta su exilio y su desaparición en Auschwitz]. Ambos libros tienen como punto en común narrar la vida de personas ausentes. En un genocidio, como en un hecho policial, la muerte es tan violenta, tan descabellada en un punto, que no sólo destruye vidas sino que borra hasta el propio recuerdo de ellas. En el caso de Laëtitia, ¿quién se interesaba por ella excepto para decir que era la víctima de un hecho policial? En un hecho policial, la víctima está ahí por eso. Está ahí por haber sido violada, golpeada, masacrada, descuartizada. Esa es su función, lamentablemente. Si la desaparición de los seres es tan apremiante en la historiografía que construyo, es porque la misma remite a la violencia de la historia: lo que el genocidio tiene en común con el hecho policial es que borra vidas enteras, las volatiliza, hace creer que jamás existieron. Mi trabajo de historiador y de escritor consiste en narrar esas vidas, historia, ciencias humanas, biografía, investigación, trabajo literario y kaddish, todo eso a la vez. Es una manera de extirpar a nuestros ausentes de la violencia de su desaparición, para devolverlos a la riqueza y a la complejidad de su existencia.
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