Socorrista en la costa argentina, Ayelén Gaikowski cada año vuelve al Mediterráneo, donde busca pateras y rescata migrantes
Una noche entera en altamar con un bebé recién nacido acurrucado en el pecho, peleando por sobrevivir. Eso fue lo más intenso que le tocó atravesar a Ayelén Gaikowski, socorrista, en el último operativo del que participó en las aguas del Mediterráneo. No fue lo único. Dedica sus días a salvar vidas.
Tiene 28 años y en su biografía hay tironeos. La vida y la muerte como una soga de la que tira con esfuerzo constante. El agua como espacio de placer para su cuerpo de nadadora, pero también como campo de batalla. Las distancias, los viajes, el ir y venir propio y de los otros: rescata emigrantes en el hemisferio norte, también veraneantes en el Atlántico Sur. Y están ahí las huellas en el alma de un pasado poco feliz, y la satisfacción de trazarse un camino mejor, pleno, ella sola. Se le nota en la sonrisa tan frecuente, en la ternura con chicos y con perros, en la facilidad para abrir el corazón, como ahora que cuenta esta historia.
Es una mañana de lluvia y por eso puede sacar la vista del mar. Durante este verano y en los cinco anteriores, Ayelén trabajó como guardavidas. En el invierno argentino, se va, como muchos colegas, a trabajar en España, donde tiene su casa y donde la espera su marido. Sus perros, Rupert y Panza, no viajaron al Viejo Mundo, pero también son golondrina: viven con sus suegros durante el año en Lanús, y la acompañan en la temporada atlántica.
Ayelén vigila el horizonte, controla el handy, tira el silbato hacia la espalda y cuenta: "Embarcamos el 10 de diciembre en Barcelona, y navegamos por el mar Mediterráneo central". Fueron cinco días hasta llegar a la zona SAR (search and rescue) de Libia, es decir, el área donde se permite ingresar a buscar y rescatar personas, unos 350.000 kilómetros cuadrados. "Entonces empezamos la búsqueda activa, mirando con prismáticos hacia todos lados. Pueden aparecer en cualquier momento las pateras", dice. A veces encuentran embarcaciones vacías, restos de naufragios, chalecos, zapatillas… muertos. Lo que buscan: gomones precarios con un centenar de personas lanzadas al mar como botellas, con la esperanza de ser encontrados. No hay manera de que crucen el mar con esas balsas. Zarpan sabiendo que no llegan a destino.
En el barco socorrista en el que viajó Ayelén, el Open Arms, había 19 tripulantes, entre capitán, marineros, médico y enfermeros y socorristas, que son todos voluntarios y guardavidas profesionales. Pueden acoger a más de 400 personas en un viaje.
Esta fue su quinta misión, pero la tercera vez en altamar. Dos misiones fueron fallidas porque el gobierno español no los dejó salir del puerto. Esta vez, a Ayelén le tocó ser patrona de una de las embarcaciones de rescate. "Sabíamos que había tres pateras. Habíamos recibido el pan-pan, que es un aviso que quiere decir que están a la deriva, pero no naufragando. La primera vez salimos con la última luz del día a buscarlos, pero no los encontramos. A la mañana siguiente, volvimos a salir ya con las coordenadas que le habían pasado al capitán. En el camino, divisamos otra de casualidad. Había en cada una más de 80 personas. En pocas horas rescatamos a toda la gente. El nuestro era el único barco humanitario. Malta o Lampedusa son los puertos más cercanos, pero no llegan porque llevan combustible para 30 o 40 kilómetros y después quedan a la deriva. Cuando llegamos nosotros, ya estaban desamparados. La balsa es inflable, se descontrola y se pincha. Sabíamos que había una tercera patera cerca".
Dentro del área permitida, no la encontraban. Se quedaron en la zona mirando con prismáticos, pero llegó la patrulla libia: "No está todo bien con ellos. Los matan, les pinchan las balsas o en el mejor de los casos, los devuelven a Libia. En marzo pasado, amenazaron a mis compañeros. Esta vez, por suerte, nos pasaron por al lado. A la noche, calculamos la deriva y el viento y nos pusimos a buscar. En el radar aparecía un puntito y pusimos proa hacia allá. La tercera patera tenía 120 personas".
En el encuentro cara a cara, lo primero es tranquilizarse. "Una vez que nos presentamos, se calman los ánimos y colaboran. Hacemos una vuelta de reconocimiento y empezamos a repartir chalecos. Entonces, empezamos a cargar uno por uno. Cuando mi embarcación está llena, me alejo y se acerca mi compañero, para que no se asusten por que los vayamos a dejar. La patera no vuelve a quedar sola".
Salvaron cerca de 300 vidas, de 19 nacionalidades de África. Suceden milagros inesperados, como el que presenció Ayelén: "Yo tenía una mujer en el rescate que hicimos esa noche, y al llegar al barco se encontró con su marido, rescatado de otra patera durante el día. Cuando se encontraron gritaban, lloraban, se abrazaban". Si sobrevivir era improbable, menos todavía era volver a verse.
En la patera que salvaron de noche había un bebé de dos días; había nacido en la playa, justo antes de embarcar. "Pasaron un bollo de mantas y cuando lo abrimos, estaba el bebé, todavía ensangrentado y con el cordón umbilical colgado. Lo llevamos rápido con los médicos, que lo lavaron, cortaron bien el cordón y lo abrigamos lo más posible. Creíamos que no iba a pasar la noche: tenía hipotermia total. La madre estaba cabizbaja, pero bien. No podía cargarlo. Estos bebés muchas veces son producto de violaciones. Nos hicimos cargo con Giacomo y Alba, los médicos, y yo les di una mano. Me lo puse en el pecho, piel con piel, para darle calor y estimularlo, y subió un grado de temperatura".
Fue a la parte más cálida del barco: la cocina. Se cubrió de mantas y camperas. Transpiró mientras veía que al bebé le iba cambiando el color. Veló su sueño demasiado calmo. "No lloraba ni tenía reflejo de succión. Después de unas horas y de su primera mamadera, abrió los ojos. Cuando hizo su primera caca, hicimos todos una fiesta", dice. Pocas horas más tarde, un helicóptero se llevó al bebé y a la madre.
Problema administrativo
Por ley, los refugiados deben desembarcar en el puerto más seguro y más cercano. Por eso, tras cada salvataje llegan días burocráticos de fondeo y espera de algún permiso. Esta vez, llegó de San Roque, en el Estrecho de Gibraltar. Fueron entonces siete días para cruzar de punta a punta el Mediterráneo. "Lo duro fue que nos tocó mala mar; los 300 vomitando, preparar 600 raciones de comida por día, estar con ellos. Se hizo intenso". Al llegar, los esperaban compañeros de Open Arms, la Cruz Roja y la solidaridad de un pueblo que los llenó de frazadas. "A cada persona se le da una o dos mantas, y habíamos repartido todas las que teníamos. Cuando llegamos a Barcelona, pedimos donaciones. Al poco tiempo hubo que sacar otro comunicado pidiendo que dejaran de traernos. ¡Llegamos a 12.000! Les dieron ropa y zapatos, y los llevaron a un campo de refugiados. Diez días más tarde, un compañero nos mandó una foto en un bar con uno de nuestros rescatados, que lo reconoció".
Ya van más de dos meses de espera para volver a zarpar. El barco está varado con un bloqueo administrativo que no lo deja soltar amarras. La página de la ONG tiene un contador virtual que estima la cantidad de gente que muere ahogada en su desesperación: ocho personas por día. Llevan perdidas más de 400 oportunidades de salvar vidas. "Mientras hablamos, ahora, hay gente muriendo. Está chequeado, por la cantidad de pedidos de auxilio, aviones que ven puntitos naranjas o pateras que avisan que se están hundiendo", explica. La campaña #FreeOpenArms es un clamor en toda la órbita digital.
Otra extracción urgente de su campaña más reciente fue la de un chico de doce años que amaneció con una extraña hinchazón en la cara. Se había ido solo de su casa diez meses antes, y atravesó cientos de kilómetros a pie. Sus padres seguían sin saber de él. "Cuando lo vinieron a buscar en un barco italiano, se asustó mucho, no quería irse. En otra misión tuvimos antes otro caso de un chico de ocho años, a quien su madre sentó en una patera y lo mandó al mar".
Esta misión, dice, fue muy fuerte pero la hizo feliz. Incluso pasaron las fiestas juntos, alejados de las familias. Ayelén debió pedir permiso en su trabajo argentino para llegar tarde, porque recién el 5 de enero desembarcó y pudo volar a nuestras costas. "También amo esto con toda mi alma", dice al pie del mangrullo, ya con su traje de guardavidas playera: bikini deportiva, remerón, buzo porque está fresco. Empezó a estudiar profesorado de Educación Física junto con el curso de guardavidas, pero pronto descubrió que esa era su vocación. "No pensé que me iba a gustar tanto. Me paso el año rescatando gente y a esto me quiero dedicar toda la vida", dice, con sonrisa amplia y la mirada atenta al mar.
Los otros y los propios
Ni bien se recibió, ella se fue a España y empezó a hacer guardias en las playas de Barcelona a través de la empresa Proactiva, que dirige Oscar Camps, fundador a su vez de la ONG rescatista. El costado humanitario de la firma comenzó por la foto de Aylan Kurdi, el nene de tres años que apareció ahogado en las costas de Turquía, en 2015: Camps y un amigo empezaron a salvar gente en motos de agua, y ya no pudieron parar. "Participé en la última misión de Lesbos, en octubre del año pasado. Fui a ver el cementerio de chalecos que hay en un monte: millones y millones de salvavidas, zapatos, embarcaciones. Es impresionante –cuenta–. Open Arms se retiró porque no nos dejaban trabajar. Nos fuimos al Mediterráneo central, que es mucho más amplio y mortífero. No solo cruzan en pateras inflables. Hay unas embarcaciones de madera que llevan hasta mil pasajeros y que si se dan vuelta, no se salva nadie". Desde que empezó, habrá participado en el salvamento de 500 personas.
Ama su profesión y a su puesto en San Bernardo, pese a la lejanía con su marido. "Es un triunfo para una mujer. Y valoro mucho a mis compañeros", dice. Pero por primera vez, está deseando que termine esta temporada en la costa, en la que le tocaron pocos rescates. Aunque, como los mejores goles, los socorros más lindos fueron en el alargue: "Nos extendieron el contrato hasta el fin de semana largo de Carnaval, y tuve dos rescates grandes, de esos que los turistas se acercan a felicitarte después. ¿Qué habría pasado si no estábamos?".
Tuvo también un código rojo. Fue un mediodía extraño, un día en que el mar amaneció demasiado cristalino y sin olas; un día sin viento ni nubes y con un calor seco. Tan calmo que asustaba: una belleza sobrenatural que solo podía presagiar una tragedia. Y ocurrió que Cacho, un veraneante próximo a los 80, con décadas en la playa de Reino del Sol, se metió al agua y murió en el acto. Quedó flotando. Ayelén no pudo hacer nada para salvarlo, pese a que lo sacó al instante y comandó la maniobra de RCP junto con sus compañeros. Tenían desfibrilador y la ambulancia estuvo en la playa en un instante, pero no hubo caso. Esa tarde, una foca se acercó a hacer gracias a la costa, pero no consiguió más que sonrisas conmovidas de gente con pena.
"Es lo peor que te puede pasar: que se fondee una víctima", dice. Le pasó una vez en España: bucear para buscar el cuerpo de dos chicos que la madre insistía en que estaban todavía en el mar. Veinte minutos nadando con dolor de pecho. Al salir, desconsolada, encontró que la mujer los tenía de la mano. Lloró de alivio y bronca porque no le avisaron.
La muerte otra vez rondó sus aguas en estos días, cuando entró al mar para esparcir las cenizas de su padre. "Ahora te vas a dar cuenta de lo que hago. Me vas a mirar y me vas a cuidar por una vez en tu vida", pensó. Creció alejada de él, inoculada de rencor por su abandono y esquivando la violencia doméstica de un nuevo hogar que nunca se formó, amparada en sus hermanos. "Me gusta lo que estoy haciendo con mi vida", dice. Claro, se hizo camino sola, cuando se fue de su casa en Quilmes para casarse, a los 18 años, todavía en el colegio. Sus compañeros y profesores asistieron a la fiesta. Diez años después, con Daniel siguen juntos y piensan en tener hijos. "Quiero que se críen en la playa, al lado del mangrullo. Quiero estar acá", dice. La soga está tensa, y Ayelén hace fuerza: la mantiene de este lado de la orilla.
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