La cabeza en las nubes: con tantos modelos de sombreros apena que se repita el repertorio
Ahora o nunca: el invierno es el momento de volarse la cabeza. Vistiéndola, por supuesto, en dos gestos: cubriéndola para protegerla, pero además adornándola para halagar las miradas y ponerle calor al frío, con imaginación y un cierto humor, vale decir con estilo personal y, en suma, dándole vuelo.
En el paisaje nuestro de cada día, descuellan a la primera ojeada las cabezas masculinas trabajadas, en populares peluquerías de ambiente caribeño, tan meticulosamente como los parterres y las pelouses de un jardín a la francesa. Si bien estas coiffures no carecen de atractivo ni de una cierta variedad, sería placentero ver otras fantasías, otras aventuras visuales, posarse, como una bandada de pájaros de todos los colores sobre las cabezas de la gente. Al fin y al cabo, tratándose de la parte de nuestra anatomía más expuesta al escrutinio público, la cabeza merece cuidados especiales.
No vibra la vida en los cortes design de los muchachos, no rugen las melenas leoninas de las señoras, y activan el bostezo los infinitos cráneos calvos o rapados de hombres, suerte de ejército de emojis de bebes avejentados. Unos y otras piden ornamentación inmediata. Sombreros, plumas, gorros, foulards, tiaras, cascos, moños, brillos, cintas, paja, telas, lo que te pase por la cabeza. Porque son cuantiosos los modos de cubrir la testa, apena que se repita el mismo escaso repertorio de recursos y que una mayoría de gente ande desnuda del cuello para arriba.
Las pasarelas de las marcas internacionales ofrecen versiones absurdamente encarecidas de modelos de sombreros tan poco sofisticados y tan raramente sentadores como el pescador, que asciende sin complejos de accesorio playero a exitosa tendencia urbana, y es de temer que pronto a clásico, con estampas florales elaboradas o en textiles metalizados. ¿Náutico de noche? Incrustado de cristales y lentejuelas? ¿Por qué no? Se ha visto.
Las nuevas clientelas adineradas y dispendiosas no transgreden los códigos tradicionales (se lanzan alegremente al kitsch) por desdén o rebeldía; simplemente nunca supieron de su existencia. Los nuevos ricos no buscan imitar modelos sociales; su Gotha está compuesto de celebrities. No aspiran a acceder a una categoría superior del gusto; las satisface ver convertidos en artículos de lujo las prendas y accesorios pop que han constituido desde siempre su repertorio indumentario familiar, la cápsula estética y afectiva en la que nacieron y crecieron.
Otros elementos típicos del guardarropa casual y deportivo han beneficiado del mismo upgrade, con mejores resultados, gracias a su diseño definido, su potencial visual y su ductilidad para poner en valor todo tipo de rasgos: los gorros tejidos o la gorra de aviador. Cierro los ojos y con un click de párpados lanzo un desfile de cabezas vestidas. Los turbantes, de jersey, de shantung, de terciopelo, y los foulards, de algodones y sedas transforman a las mujeres en personajes pictóricos, envolviéndolas de signos y colores; boinas y cloches ponen acentos de chic bohemio intemporal; en la nieve, imponentes colbacs de piel sintética; capuchas monacales; vinchas pop en formato de orejas de gato, o en una explosión de pompones; canotiers, panamás, casquetes pillbox, calottes, y, eterno símbolo de seducción, el sombrero de hombre de toda la vida, borsalino o fedora o chambergo, se me aparecen aptos y sublimes para todo género.