La casa, ese palacio de sueños: merecíamos algo mejor que una calle

Estaba parada en una esquina. Yo, sentado en un banco, leía un libro póstumo de Robert Graves. Más precisamente, releía una poesía: "Toma mis estrellas, pero llévatelas todas, solo vístelas abiertamente".

Nos mirábamos desde la distancia, el día antes habíamos compartido una mesa de almuerzo luego de una exposición de retratos de un pintor alemán que durante largo tiempo había querido pintarme. Él me dijo al saludarnos: "Espero que en diez años no se arrepienta de que no haya realizado su retrato". Su trabajo tenía una profundidad abstracta. Su pincel parecía retener cada intimidad. Temí ver mis rasgos más oscuros pintados allí para siempre. Como si él supiera más de mí que yo.

Caminé hacia ella con el libro abierto. Al llegar, me paré muy cerca, solo mirando sus gruesos labios casi rojos. La sentí respirar debajo de su camisa blanca. Sus pezones se marcaban debajo del algodón con insistencia. Subí la mirada hacia sus ojos, que parecían olvidos de almanaques o susurros antiguos; estaban cerrados. Sus pestañas, enruladas hacia el tibio sol de primavera. Apenas apoyé mis dedos sobre sus labios y comencé a murmurar. Acerqué mis labios a su oído y le dije: "Muéstrame cómo respiras, muéstrame. ¿Cómo sos? Quiero escuchar tu jadeo, sentir cada flor de tu deseo".

Los autos pasaban, la gente caminaba, el puesto de flores solo vendía jazmines. En el bolsillo de mi saco llevaba una manzana y una colección de libros pequeños.

Cuando nos fuimos caminando, unidos por un silencio imperioso, nuestros cuerpos ya presentían el abismo hacia donde nos conducía el deseo. Supe que aquellos primeros instantes de intimidad que tuvimos quedarían siempre impregnados en mis dedos. Un escaso minuto que marcó mi vida.

También supe que nos merecíamos algo mejor que una calle de adoquines de ciudad. Ella se durmió debajo de un ombú en la plaza y yo comencé a dibujar con un lápiz, en la última página del libro de Graves, una casa para ella. Era fácil, una única gran estancia circular con una pequeña cocina detrás de la cama. De un lado, la bañera para lavarle el pelo; del otro, una mesa muy grande en medialuna donde pudiéramos derramar el mismo desorden de la vida, a saber: libros, escritos, acuarelas y costuras, herramientas y cerámicas. Un lugar donde las cosas pudieran quedar a medio hacer esperando un nuevo embate, una mesa sin sillas pero rodeada de sillones donde yo pudiera, entre tareas, quedarme dormido de siestas. Una mesa marcada con alma y sangre.

Frente a la cama, un enorme espejo redondo que nos reflejará durante el amor, y a ambos lados, dos estanques de camalotes. Una casa que, como nosotros, viviera por fuera o por dentro. Un homenaje a nuestro amor que aún no estaba consumado, pero latía en esperas. Un jardín de pastos rodeado de jacarandás.

Muchos años después, la casa se convirtió en un palacio de sueños, florecido de abismos consumados. Un día volvimos a la esquina donde todo comenzó, con un fotógrafo y el pintor alemán, al amanecer. Y puesta la cámara, ella se desnudó, la pintaría así con la misma brisa de cielos que contenía. Con mi aliento rosado de sus pezones y pubis, el mismo color de los cielos montañosos de mi niñez.

El enorme cuadro aunaba los detalles más privados del tiempo juntos, interpretaba con agudeza nuestra esencia. La esquina de desnudez del primer día, llovido de enunciados, con los que construí el cuarto redondo donde vivimos a flor de piel con camalotes e imágenes lascivas aún reflejadas cada día por el espejo, anunciando con cada trazo y pincelada de óleo la crónica de nuestra pasión.