La cuestión de los aromas
Sin duda, el vino nos acerca al mundo de los placeres, y parte de ese camino se recorre de la mano de los efluvios que esa bebida brinda. A ejercitar la nariz
lanacionarCurioso cómo transcurre el tiempo de atrás para adelante –reflexionó San Agustín–, con una obstinación loable, modificando todo según pasa. Y al decir todo quiero significarlo todo, desde los neofuleros macroclimas de la baja atmósfera hasta la distancia ombligo-hebilla de la moda fashion femenina de tiro corto. Incluyendo algo tan fugaz y evanescente como son los aromas de los vinos.
Hace no mucho, en el vamos inicial de los años ochenta, la ciencia de estos hálitos no era aún conjetural y escrita por el USA Roberto Parker sobre libretos de Michel Rolland, sino faena fácil del mero respirar mínimamente atento la fragancia de cualquier vino en cualquier copa.
Eso hacías, y allí estaban los efluvios, que eran tres y sencillos de pescar por cualesquiera: si virtuosos, eran fragancias; si pérfidos, barandas; si chatos (aromas-a-que-no, según Macedonio Fernández), eran chatos nomás. Como el topless de una italiana escuálida-look que vi en agosto, en Málaga. Me impresionó, te digo. Al final resultó ser un varoncito, pero ésas son otras historias ajenas totalmente a ésta del vino.
En esos años ochenta, nadie tenía idea alguna sobre hálitos a qué tenían los blackberries de los sotobosques, los pimientos verdes, las frutas tropicales, las flores blancas en su plural conjunto, el regaliz, todo ese contemporáneo similar macaneo concomitante. Era público y notorio –igual como lo es hoy– que la baranda a vinagreta era pérfida contaminación acética, y que la spuzza a diario mojado se llamaba bouchonné, un infortunio, cada mucho, de los corchos; pero ¿quién sabía que el dejo a banana, muy elogiado por muchos como sofisticación de chardonnay high class, era en verdad acetato de octilo, un defecto de esos vinos? Ignorábamos que el pimiento verde era 2-metoxi-3-isobutil piracina, cosa negatif en los cabernet finos.
Antes de Parker, los aromas eran (y después de Parker, lo seguirán siendo) de tres tipos: primarios, secundarios y terciarios. Los primarios son efluvios que le vienen de la viña: los frutados a la baya vitis vinífera, su materia primordial; los herbáceos o trans-2-hexanol, de los yuyos mal crecidos entre las hileras; los pasificados (en general dulzaínos), de la uva cosechada otoñal, etcétera. Los aromas secundarios le vienen del proceso vinificador, como los avainillados de la madera o los inox, por larga guarda en tanques de metal.
Finalmente, los terciarios son los perfectos delicados residuales de los vinos tintos añejados como corresponde. Cuando en la quietud de las estibas, herméticos en su botella, polimerizan astringencias, desfructifican sus aromas primarios y desmaderizan los secundarios, dejando como saldo el delicado aroma a puro vino que tienen los grand cru classés franceses del Médoc, los añejos Ribera del Duero españoles Vega Sicilia, los Brunello di Montalcino italianos, esas joyas.
Fuera de esto, nada más hay que saber sobre el aroma de los vinos. Todo el resto es guitarreo sommelier que nadie huele y mucho menos reconoce.
Del placer de un vino, el 30% proviene de sus aromas. El enólogo trabajó arduo para lograrlos. No los malgaste
Para dietas: mientras come lo permitido, huela cada tanto un tinto joven de intensos aromas afrutados
Argentinos con aromas terciarios: 1994 Montchenot tinto ($ 30), 2001 Catena Zapata Estiba Reservada ($ 86)
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