Líneas de tiempo. La delgada línea blanca: “¿Es un artista o un depredador?”, se preguntaron sobre Terry Richardson
Con la mano izquierda, el popstar que hace gozar a las quinceañeras empuña su instrumento frente a la lente y con la derecha sostiene una regla: casi 30 centímetros. Detrás de la cámara está Terry Richardson y adelante, Jared Leto, actor dotado y cantante carilindo del grupito de pop-punk 30 Seconds to Mars. La foto, con el grano grueso de una polaroid y el pulso urgente de una instantánea, podría integrar el museo de la basura blanca junto a ésa en la que la top model Josie Maran bebe leche directamente de la ubre de una vaca o en la que un rubio flaquito se acerca un encendedor al traste para disparar una llama monumental en combustión con sus gases. Con su estética white trash y una ilusión de falsa espontaneidad, es la obra de uno de los fotógrafos más cotizados del mundo: Richardson capturó un espíritu de época, con discotecas y pastillas, desfiles y vómitos, famosos e ignotos. Ahora es denunciado como pervertido, acosador, brutal y misógino. Él se defiende: "¡Así es el arte!" Y advierte sobre la censura que se avecina en una nueva ola conservadora. Pero las pruebas son incriminatorias: sus propias fotos.
"¿Es un artista o un depredador?", se preguntó el periodista Benjamin Wallace en la revista New York, que llevó el debate a su tapa con el título El perverso caso de Terry Richardson. Imitadas hasta el plagio por los retratistas de la modernidad, sus imágenes capturan un oxímoron actual: la improvisación producida al detalle. Aunque sus fotos prescindan del maquillaje o el retoque, el pretendido repentismo es pura puesta en escena. Sobre paredes blancas, un flash cegador encandila a sus modelos que miran a cámara con ojos entornados, lo que ayuda a verlos como raros, casi desquiciados (el eterno niño-problema Macaulay Culkin, un yonki vidrioso, el presidente Barack Obama o él mismo, desnudo y excitado). Cubierto de tatuajes y con infatigable priapismo, Richardson cultivó una reputación de libertino o depravado, según la vara moral con que se mida. Y en los últimos tiempos sumó una pila de denuncias por acoso sexual sobre sus modelos, presas presuntas de humillaciones y sometimientos, obligadas a quitarse la ropa aun para catálogos de anteojos. En un paródico giro, las fotos que constituyen la esencia de su estilo de porno clase B son las principales evidencias en su contra: entre montoncitos de polvo blanco, una morena atragantada con su pulgar, una adolescente que deja ver su vello púbico, una rubia adormilada, pero en posición de coito.
Las marcas que lo habían convertido en millonario (cobra unos 160 mil dólares por sesión) empezaron a cancelar sus contratos y aunque algunos de sus amigos famosos lo defiendan en voz alta, otros prefieren callar. Su mugriento realismo lo-fi es una réplica al artificio de la fotografía clásica de moda y ayudó a consagrar la estética del heroin chic, donde hacerse el drogado merece un ascenso heroico en la escala de cierto estatus social. Sus fotos ponen en blanco sobre negro lo más hermoso y horrible de la época: estrellas de Hollywood irreconocibles hasta la extrañeza, anónimos impúdicos en sus noches de juerga. Y actualizan una discusión todavía sin respuesta ("no puedo explicar qué es la pornografía, pero la reconozco cuando la veo", zanja la cuestión un conocido aforismo). En su defensa, Terry Richardson, que suele trabajar sin pantalones para "volver más natural el desnudo", alega que esa crudeza es condición indispensable para el arte, que la creación inspirada aparece en la incomodidad, jamás en el confort. Si es cierto que "aprendemos a vernos fotográficamente", como diagnosticó Susan Sontag, la sociedad que se refleja en sus fotos tal vez sea algo intolerable.
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