La Fórmula 1 tiene sus privilegios
El glamour de la máxima competición, puertas adentro de uno de los circuitos más famosos
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La camioneta está blindada. Parece innecesaria tanta prudencia, pero son normas de la escudería. Ya comenzaron las pruebas y hay mucha gente alrededor del autódromo. Lawrence, el chofer, nació en Holanda y vive en Londres cuando no está trabajando. Integra el staff de Williams Martini Racing y viaja cada una o dos semanas a un Gran Premio distinto. Viene de Singapur, Japón, Rusia y los Estados Unidos en ese orden. Después de este paso por San Pablo irá a Abu Dabi para cerrar la temporada y pensar en sus vacaciones. Su función: los traslados internos. Un sticker oficial le permite moverse por esta zona de Interlagos con autoridad y sin trastornos de tránsito, para llevar de un lado a otro a los altos mandos de la marca y algunos de sus invitados. Gira en U cuando lo necesita, se mete de contramano con el siga siga policial, le abren paso a silbatazos cuando se acumulan peatones delante de su vehículo. No entiende ni una palabra de portugués, pero no le hace falta. Alcanza con la calco pegada en su parabrisas.
Charlotte, a cargo de la logística y las relaciones públicas de Williams, nos da los pases mágicos: tres collares y dos pulseras que abrirán las puertas de zonas restringidas. Una de esas credenciales nos llevará directamente a los boxes. Aún en la camioneta, negociamos con ella el ingreso con cámaras de fotos. La imagen de la Fórmula 1 está en manos de una única gran empresa, por eso no quieren fotógrafos profesionales dando vueltas por los espacios privados. Así son las cosas en este mundo donde todo está auspiciado y muy controlado. Cada escudería, además, mantiene estricta reserva de sus temas de ingeniería. Las claves están hoy en los alerones aerodinámicos, el aprovechamiento de la energía del escape y la frenada, y en los sistemas cada vez menos mecánicos y más computarizados. Hasta el procesamiento de datos hace la diferencia cuando la distancia entre los autos es de centésimas de segundos.
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Son las 10.30 del sábado y las pruebas de velocidad comenzaron hace instantes. El primer molinete con banda magnética deriva en un gran salón abierto y alfombrado con pequeños restaurantes montados con paneles de vidrio. Cada equipo tiene su espacio gourmet para invitados. Si afuera del predio se escuchaba el paso de los autos como un zumbido, ahora el ruido es demoledor y excitante. Rock & roll. La banda sonora de la F1 va de un oído a otro causando escalofrío. Nos interceptan dos chicas de la escudería para contarnos –apenas las escuchamos– el programa del día, indicar nuestra mesa y ofrecernos champagne. Su único pedido es no pasar con las copas más allá de una línea amarilla pintada al final del salón. Es justo donde uno queda con vista cenital perfecta de los autos entrando a boxes. "La idea es que el champagne no bañe a los pilotos antes de que suban al podio", dice una de ellas con acento y humor británicos. Es decir que nuestras copas no caigan sobre sus cabezas.
Las nubes amenazan desde temprano con la tormenta del siglo. El cielo ofrece la única imagen panorámica sin eslogans en todo el predio. Ahora sí vemos pasar los autos de Lewis Hamilton, Fernando Alonso, Felipe Massa. Prueban sus máquinas en la pista principal y frenan en boxes con una precisión inverosímil. Catorce integrantes del staff los esperan en posiciones bien delimitadas. Dos centímetros de error en el cálculo del piloto les costaría como mínimo los dedos de los pies.
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Los técnicos levantan los monoplazas con un sistema de rueditas integradas que les permite girarlos rápidamente. No cambian neumáticos, sino que realizan ajustes pensando en la clasificación. Otros seis técnicos recopilan datos sin quitar la vista de sus monitores hasta el mediodía. Ni se mosquean por la aceleración a sus espaldas: de 0 a 100 km/h en menos de tres segundos. La base de sus controles es la telemetría: mediante doscientos sensores, toman información –hasta 150.000 mediciones por segundo– de los autos en movimiento. En seis segundos, los F1 superan los 200 km/h y se pierden en la curva.
Terminan las pruebas. El autódromo deviene templo de retiro espiritual después de tanto escándalo automovilístico. Pero el silencio dura segundos. Comienzan a circular platos con camarones, salmón, cangrejo, carne con salsa de nueces y roquefort. Con las credenciales adecuadas, la ubicación es en las mesas ya reservadas. Los demás pasean con los platos por la alfombra sin perder jamás la elegancia.
Autos deportivos de alta gama ingresan en la pista. Conducidos por invitados de alguna compañía, dan vueltas a velocidades nada despreciables. Ofrecer experiencias como regalos empresariales es parte inherente de esta competición que mueve más de mil millones de dólares anuales en números oficiales, sin contar lo generado por las relaciones públicas en las plateas repletas de hombres de negocios.
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Para las 12.30 está previsto nuestro acceso a boxes. Unas treinta personas esperamos el ingreso a la pista. El asfalto es nuevo, pero ya tiene cientos de trazos negros, huellas de las frenadas y la aceleración repentina. Cada equipo abre su taller para que pueda ser apreciado detrás de una cinta de seguridad, a unos diez metros. Se va sumando gente con cámaras pocket y brazos extensores para las selfies. Nuestra amiga de acento británico nos deja pasar la valla de Williams Martini, no por buena onda (también la tiene), sino por nuestro collar habilitante. Quedamos junto a los mecánicos, que trabajan casi sin hablar ni inquietarse por nuestra presencia. No hay ni una gota de aceite en el suelo, mucho menos almanaques de gomerías. Es un laboratorio donde desmontan la carrocería, ajustan cada tornillo, limpian hasta las letras de los auspiciantes. Una decena de mecánicos mete mano al mismo tiempo en el auto, mientras otro se dedica a mirar el reloj sin perder nunca la serenidad.
Los neumáticos apilados tienen sensores térmicos. Los cascos esperan en una vitrina. Los monoplazas de la escudería –Williams FW36– corresponden al brasileño Felipe Massa y al finlandés Valtteri Bottas. En el auto del primero se destaca una inscripción: Ayrton Senna siempre. En mayo se cumplieron 20 años de la muerte del máximo ídolo deportivo de este país después de Pelé. Massa no le llega ni a los alerones en popularidad, pero igual tiene su público, sobre todo de local. "Felipe no va a salir a saludar porque no quiere que se arme lío cuando la gente lo vea, pero quédense acá que les traigo a Valteri para una foto", propone nuestra amiga. El piloto de 25 años es de una timidez extrema. Saluda a uno por uno y posa para la foto, pero no dice más que hi. Quedan pocos carismáticos como James Hunt o el propio Senna. Tal vez por eso la F1 pierde televidentes en los últimos años. Pero es la gran liga mundial. Este acceso privilegiado se puede comprar, explica alguien de Williams, "siempre que la escudería te envíe la invitación para adquirirlo. Nos se vende en boleterías". Los tres días VIP de clasificación y carrera cuestan 6000 libras esterlinas, con la foto con el piloto aunque no sonría.
Otra vez en la camioneta, para salir del predio, Charlotte solicita que le devolvamos las credenciales. "Cinderella's time" (la hora de Cenicienta), bromea Lawrence, quien se ocupa de quitarnos (literalmente) las pulseras apenas abre las puertas del auto. Es cuando la carroza se convierte en calabaza. Ya estamos en la calle esperando un ómnibus de regreso al hotel.
Negocios fuera de pista
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La llegada a San Pablo fue con un grupo de empresarios argentinos. En el hotel fuimos conociendo a gerentes, directores y dueños de empresas de otros países latinos que llegaron también por invitación. Muchos ya habían estado aquí por el Mundial. Dos de los argentinos viajaron a ver la final a Río de Janeiro en un avión privado que voló desde San Fernando. En la comida de bienvenida, uno de ellos comenta que, cuando tiene antojos de medialunas, viaja desde su casa en helicóptero hasta el clásico Atalaya. La charla no gira alrededor de los negocios, sino de anécdotas de otros viajes y, a lo sumo, de los ascensos entre mandos jerárquicos de otras empresas. También de las caídas. Cada tanto se chicanean sobre algunos descuentos que deberían hacerse unos a otros, pero la charla no pasa de ahí, al menos en la mesa grande.
El turismo de negocios no vive sólo de conferencias o reuniones. Una carrera de F1 entra en esta categoría, aunque de manera más informal. Durante la semana de la competencia se organizan cócteles y encuentros (afterwork parties) para vincular a cada marca con el glamour de las carreras y agasajar a los invitados. Hay fiestas como The Podium Lounge, donde suelen ir hasta los pilotos después de las carreras, para celebrar con el público –que puede pagarlo– y mezclarse con Damon Hill, David Coulthard, Rubens Barrichello o cualquier otra leyenda invitada.
La jornada dominguera comienza también con pronóstico de lluvia. Interlagos ha sido hasta ahora el circuito con peor clima del siglo XXI. Cinco de las últimas trece carreras fueron bajo el agua. La TV del ómnibus que nos lleva al autódromo sintoniza una transmisión ao vivo desde el predio. Felipe Massa dice que prefiere correr bajo el sol porque los neumáticos de su auto se han adaptado mejor al asfalto seco. La entrevista se realiza cuando faltan apenas dos horas para la carrera. Luego aparece Hamilton en el estudio. Tiene posibilidades de ser campeón esta tarde, pero no luce ni una mueca de nerviosismo. Tampoco se lo ve encantado de estar en la tele, pero es parte del show y del business.
Decenas de policías en cada esquina indican la cercanía del predio. Están atentos a posibles revueltas en un país que tiene aún pendientes los Juegos Olímpicos. Pero está todo tranquilo y queda poca gente en los alrededores, porque la mayoría ingresó temprano a sus plateas. Una mujer envuelta en una bandera británica camina hasta la puerta 9. Es brasileña, fanática de Hamilton, y nos muestra en su teléfono una foto que se tomó temprano con él en el hotel. "Me pareció muy buena persona. Es valiente como Ayrton en la pista. Se parece mucho a Senna."
Las ubicaciones son clave para disfrutar de la carrera. El autódromo es de cuatro kilómetros cuadrados y, desde cualquier lugar, sólo se puede ver un tramo de la pista. Las entradas cuestan entre 600 y 1300 dólares para los tres días, o desde 200 para la carrera. Hay alternativas. En la Av. da Jangadeiro al 600, algunos locales, mayormente talleres mecánicos, abren sus puertas sin llamar demasiado la atención e invitan a pasar a sus terrazas. "La vista no es la mejor porque pusieron un palco justo enfrente, pero es mucho más divertido acá que en una platea", asegura Renato, que tiene un pequeño lubricentro devenido bar durante los domingos de carreras, cuando compiten también otras categorías. La vista es un poco lejana, pero la recta opuesta se ve sin obstáculos y el clima es de lo más distendido.
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Nuestra platea está justo en la curva S (por Senna, claro), a la salida de la recta principal. No es la ubicación de mayores emociones. Los pilotos bajan mucho la velocidad y es difícil que se adelanten salvo maniobras muy arriesgadas, que no veremos. Los Mercedes Benz (de Rosberg y Hamilton) logran despegarse casi de inmediato del pelotón. Massa logrará la tercera ubicación. El público lo silba cada vez que pasa, para alentarlo. La mayoría en esta zona es también invitada y baja un par de veces durante la carrera a un patio, detrás de las tribunas, donde hay bebidas y sándwiches de cortesía. Casi nadie se muestra muy fierrero.
Un relator narra en portugués lo mejor que va ocurriendo. Le pone garra, pero son 71 vueltas sin grandes cambios. Hay una pantalla gigante que repite momentos importantes, como cuando Massa entró a los boxes equivocados y provocó susto en ambos equipos.
La partida al aeropuerto es directa desde el autódromo en autobús. Un empresario chileno pregunta cómo salió la carrera. Estaba en la platea, pero ni se enteró. Otro responde que ganó Hamilton. Un colombiano finalmente acierta: "Ganó el otro de Mercedes. ¿Cómo es que se llama?"
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