La mala fortuna de Rossolino
Nueva York.- El miércoles bajé a la peluquería de Rossolino, en el sótano de una calle lateral en Brooklyn, y lo encontré en una silla, leyendo el New York Post, sin clientes y de mal humor. Le pregunté cómo estaba y refunfuñó: "Cómo querés que esté, pésimo, con este frío no viene nadie". Afuera hacía quince grados bajo cero. "Esta semana no voy a hacer ni 200 dólares".
Pero hace varios años que me corto el pelo con Rossolino, o Ross, como se rebautizó en Estados Unidos después de emigrar desde Sicilia, y el paisaje en su peluquería es casi siempre el mismo: los cuatro sillones giratorios vacíos, las revistas viejas desperdigadas, el hilo único de una FM de baladas dulzonas. Hace 15 años, Ross tenía media docena de peluqueros trabajando para él, que ocupaban todas las posiciones y tenían clientes en espera. "Los pibes de ahora prefieren cortarse con esas máquinas del demonio -dice, sobre su enemigo favorito-. Ya nadie valora la técnica de un buen corte con tijera."
No es un tipo fácil Ross. Habla sin parar y su discurso oscila, casi sin excepciones, entre la queja y el sermón: o protesta por su mala suerte o da lecciones de vida. En la vidriera tiene colgado un cartel enorme que dice "Nuevos clientes: 15 dólares", pero mi primer día, en 2007 o 2008, me cobró 25 dólares, porque, gruñó, tenía el pelo demasiado largo. Todavía hoy, si tardo más de dos meses en volver, me insulta. "¡Hay que cortarse cada seis semanas!", insiste, disfrazando de consejo un reclamo comercial.
Igual, es casi imposible no encariñarse con él. Algunas de sus historias de infancia en la Sicilia de posguerra son conmovedoras. "Si yo hubiera tenido educación -siempre dice-, habría llegado lejos. Pero mi padre no quiso". El día que se acordó del cinturón de su viejo, y de cómo lo fajaban, me pareció distinguir una lágrima en sus cachetes rosados y curtidos. Aterrizó en Brooklyn en 1972 o 1973 y se hizo peluquero. Se casó con una hija de italianos, tuvo tres hijos y nunca perdió el acento.
Esta semana quiso hablar sobre sus inversiones en la Bolsa. "Estuve así de cerca de ser millonario", me dijo, juntando el pulgar y el índice con los que agarraba la tijera. "Pero la codicia, ah, la codicia. Me nubló la mente". Esto pasó hace 13 años, en el primer boom de empresas de Internet. Ross se enamoró de Novell y de su joven CEO, Eric Schmidt. Empezó a comprar acciones de la empresa cuando valían seis dólares. Cuando llegaron a 44 dólares, su broker amigo, a quien le cortaba el pelo y quien le había enseñado a leer balances, le suplicó que vendiera todo y se llevara la plata a su casa. "Pero yo le había perdido el respeto -dice-. Me había recomendado vender cuando Novell valía 20, después 30, y había seguido subiendo". En marzo de 2000, estalló la burbuja, las acciones se desplomaron y Ross, en lugar de aceptar la derrota, siguió comprando. Perdió todo. Si todavía está cortando pelo, a una edad en la que podría estar jubilado, es en parte por culpa de aquellos meses.
Hace un tiempo pareció que había recuperado parte de su clientela. Un puñado de reseñas positivas en la Web ("verdadero corte clásico, ¡con tijera!") había atraído a algunos de los nuevos vecinos. El efecto duró poco. Antes de que me fuera, el otro día, con el pelo corto y la barba afeitada, Ross volvió a criticar las máquinas y a maldecir su suerte. Le di la razón. No quise decirle que la peluquería de la vuelta, manejada por unos rusos que también cortan con tijera, está siempre llena de padres y niños. Quizá ya lo sabe.