La moral no es un juego
Minutos antes de la medianoche del 30 de octubre de 2011 nacía en el Hospital Memorial José Fabella, de Manila, capital de Filipinas, una beba de 2,5 kg. Danica Camacho, hija de Florante Camacho y Camille Dalura, era la habitante número 7000 millones del planeta Tierra. Entre toda esa cantidad de personas no hay dos iguales. Nos las hubo en toda la historia. ¿Cómo sobrevive una especie que alberga tantas necesidades, miradas, deseos, prioridades y puntos de vista diferentes? El conflicto es natural e inherente a su existencia. Pero hay un factor común a todos los humanos: el deseo básico de preservar la vida.
Tras millones de años de existencia (hay mamíferos desde hace 350 millones de años), hemos desarrollado, para sobrevivir, una conducta social que podríamos llamar centrífuga. Ante todo cuido de mí. Pero sé que no podré sobrevivir solo. Entonces cuido de los míos. Sin embargo, no somos autosuficientes, por lo tanto es importante cuidar de la comunidad en la que estamos insertos. Ésta, a su vez, necesita de otras comunidades y procurará que subsistan. El círculo se amplía. Se convierte en una extensa red. En paralelo la diversidad se hace más evidente. Cuanto más nos alejamos del centro, más diferentes somos o creemos ser. Inconscientemente sabemos que de cada uno depende la supervivencia de la especie y que sólo si ésta existe puede vivir cada uno de nosotros y sus descendientes. Nace entonces la moralidad, como explica Patricia Churchland, doctora emérita en filosofía por la Universidad de San Diego, California, en su trabajo El cerebro moral.
En efecto, sin valores no hay vida social posible. La moral no es una cuestión abstracta para dilucidar en ratos de ocio. De que actuemos moralmente depende que sobrevivamos. Al contar con el neocórtex (la corteza más reciente y evolucionada del cerebro y asiento de la racionalidad, la reflexión, la capacidad de dilucidar, comprender, imaginar, crear lenguajes complejos, entender sentimientos, desarrollar la empatía), el cerebro se convierte, al decir de Churchland, en un órgano moral. Ese órgano nos permite comprender que decir la verdad ofrece una previsibilidad esencial para la supervivencia. Tan esencial como la confianza, como el respeto, como la gratitud, como la piedad, como la justicia, como la moderación.
Los acuerdos sociales tácitos que hemos ido haciendo a lo largo de nuestra evolución fueron siempre en dirección opuesta al todos contra todos, al primero yo, al sálvese quien pueda, al mientras yo esté bien lo demás no importa. Los valores morales, y las decisiones que día a día y momento a momento tomamos basándonos en ellos, no son instintivos, innatos, ni productos del azar, según advierte el filósofo británico Simon Blackburn, catedrático de Cambridge, sino producto de la reflexión y la comprensión. Y la práctica de los valores que se predican resulta fundamental desde el momento en que los aprendizajes fundamentales en el desarrollo del individuo ocurren por imitación. Cuando eso que se aprendió imitando se actualiza con nuevas ideas y experiencias y, a su vez, se transmite, el resultado es la cultura. La adquisición temprana de valores y de capacidad para razonar sobre cuestiones que a todos nos incumben dan como resultado lo que Churchland llama sabiduría social.
Cuando la violencia, el egoísmo, la descalificación, la prepotencia, la ausencia de respeto, la mentira, el ventajismo y la estafa se convierten en prácticas cotidianas y se naturalizan, hay bastante más que una transgresión. Están en riesgo los millones de años que nos llevaron a ser agentes morales. Y el futuro de los que llegan, como Danica Camacho. Y como nuestros hijos y nietos.