La puerta de entrada de un mundo complejo
La primera vez que escuché hablar de los futbol camps fue a través de un compañero que mandó a sus hijos a los que organizó el Real Madrid. Mi amigo estaba feliz y, obviamente para ellos, fue un sueño cumplido que repiten cada vez que llega la época de vacaciones. Mientras él me hablaba maravillas de estas escuelas de fútbol de elite de corto aliento, yo pensaba para mis adentros: “Ojalá que Tomi no se entere”.
Tengo un hijo de 7 años que fantasea, como casi todo niño, en convertirse en jugador de fútbol. Más que un sueño, el suyo es un convencimiento porque casi no deja espacio para la duda. “Cuando juegue en la selección y meta un gol, ¿te vas a poner feliz, lo vas a gritar?”, me pregunta muy seguro de que su futuro estará en un campo de juego y representando al país en el más alto nivel. “Voy a comer mucho así soy fuerte y bueno como Messi”, es otra de las frases que repite con seguridad, como si eso sólo alcanzara. Para Tomi, como para casi todos los chicos de su generación, la aspiración es llegar a ser como el 10 del Barcelona. Y aunque como padre intento bajar sus altísimas expectativas y hasta que desestime completamente la idea de ser futbolista, sé que en algún momento llegará el pedido de ir a probarse a las inferiores de algún club e intentar ese camino tan complejo de convertirse en un jugador profesional.
Tal vez estas escuelas sirvan para aplacar un poco esa ansiedad de ir a probarse a un club y terminen por ser la solución transitoria hasta que decante la definición. O quizás actúen como la puerta de entrada definitiva a ese mundo de las divisiones inferiores que implica lidiar desde muy chiquitos con exigentes entrenamientos, crueles competencias con compañeros por un lugar en el equipo y ambiciosos representantes que ven en los chicos un negocio y pierden noción de que son simplemente niños queriendo jugar a la pelota.
No dudo del profesionalismo de estas escuelas e imagino el nivel de los profesores, la lucidez de sus métodos de trabajo y la eficiencia organizativa tan distinta a los estándares locales, casi al borde de la improvisación. Pero también puedo vislumbrar la ansiedad de los padres por ver que su hijo “se destaque del resto”, las “charlas técnicas” y recomendaciones antes de empezar la práctica, y las tibias aunque duras palabras de reproche por un pase mal dado o una jugada no del todo bien terminada.
Conozco lo complejo que es el camino de las divisiones inferiores y sé que hoy es aún más ríspido que hace treinta años. Y aunque estas escuelas desembarcan con un fin formativo y recreativo sumamente válido, no dejan de formar parte del gran negocio en el que se ha transformado el fútbol a todo nivel. Y cuando prima el negocio, todo lo demás queda en un segundo plano.
Por ahora, Tomi desconoce este universo de los campus extranjeros. Algo que agradezco porque seguramente hubiera rogado ir y yo me habría enfrentado a un dilema: negarme y frustrarle el sueño de formar parte de estos equipos, o dejarlo ir a riesgo de que, deslumbrado por la experiencia, me anticipe su pedido de querer ir a un club a probarse. Por ahora, la escuelita de fútbol a la que asiste dos veces por semana después del colegio le alcanza para saciar sus ganas de jugar al fútbol. Sé que es cuestión de tiempo, pero al menos intento, como padre, retrasar lo máximo que pueda sus ganas de entrar en un mundo adulto, hiperexigente y superprofesionalizado como un club de fútbol, y disfrute simplemente con jugar a la pelota con sus amiguitos.
Ex futbolista y actual analista
Gustavo Lombardi