La revolución pixar en tiempos de secuelas
Entrevista con Andrew Stanton, una de las cabezas de la compañía y director de Buscando a Dory, el film más visto del año en el país y el más taquillero de Disney en su historia. Cómo la casa de animación aprendió a explotar sus gallinas (o peces) de los huevos de oro
Una de las expresiones que corrió con más fuerza entre la prensa cinematográfica hollywoodense en lo que va del año fue secuelitis: otra vez segundas, terceras partes; otra vez reboots (relanzamientos o reinicios), refritos como plato principal. El conjuro 2, que es muy buena; Día de la independencia 2 (que es muy mala y fue un fracaso comercial); los Cazafantasmas, atrapada entre el espíritu de lo nuevo y la nostalgia ochentosa; o La era de hielo: Choque de mundos (¡quinta de la serie!). Y como gran apuesta de Pixar, Buscando a Dory, también un capítulo II. La secuelitis es un tema especialmente polémico cuando se trata de Pixar, porque en los poco más de veinte años transcurridos desde el estreno de la primera Toy Story, siempre fue la vanguardia de la animación, en la percepción general del público y también de la industria. Por eso, en los últimos años despertó respuestas airadas cuando se anunciaron continuaciones de franquicias híperrentables como Cars, Toy Story, Monsters Inc, y Buscando a Nemo. La casa que estrenaba algunas de las películas más originales e ingeniosas de cada temporada hollywoodense empezaba a sobreexplotar sus gallinas de los huevos de oro.
Lo cierto es que desde su estreno mundial en junio pasado, Buscando a Dory se ha convertido en un fenómeno gigante, aun mayor que el de su predecesora Buscando a Nemo: para mediados de julio ya se había convertido en la película más vista del año en el mercado local y, sobre todo, en los Estados Unidos hacía historia al erigirse como la película animada número uno de Disney al superar, con 423 millones de dólares de recaudación, el récord de El Rey León. A su vez, ocurría lo que no siempre: que la crítica especializada acompañara estos números, elogiándola por ser un sucedáneo tan digno y divertido –y por momentos igual de hipnótico– como los films más originales de Pixar. Después de todo, esta es la secuela que se tomó trece años –contados desde el estreno de Buscando a Nemo en 2003– para llegar a los cines.
“Las buenas secuelas forman parte de un club mucho más pequeño que las malas”, le dice a La Nación revista Andrew Stanton, director de Buscando a Nemo y de Buscando a Dory, con la confianza que le da saber que su nueva película ya ha encontrado su lugar entre las favoritas. “De hecho, las buenas secuelas se pueden contar con los dedos de una mano: El padrino 2, El imperio contraataca, Alien. Esas tres eran las únicas que se nos ocurrían; aun cuando hicimos Toy Story 2, en 1999, sabíamos que era muy difícil hacer una continuación que valiera la pena. Así que decidimos no hacerla hasta que encontráramos una historia que fuera tan buena como aquellas. Queríamos estar en ese club, pero somos conscientes de que otros estudios a veces tienen motivaciones para hacer secuelas que están estrechamente relacionadas con un tipo específico de negocio, con la idea de que una marca instalada implica menos riesgo, que una segunda parte hará más dinero que la primera incluso si no es tan buena como aquella; y con que no son tan difíciles de imaginar aun para un ejecutivo que no es muy imaginativo.”
Pixar es un estudio diferente, destaca el realizador, que ni siquiera está situado en Hollywood, sino 600 kilómetros al norte, en Emeryville, una ciudad que no hace películas. “Ahí nosotros modelamos nuestro propio territorio; es un lugar separado del resto del mundo, y funcionamos como una especie de escuela de cine en la que hacemos las películas que nos gustaría ver. Nuestras historias continúan sólo si creemos que vale la pena. Por eso una secuela puede tardar trece años en aparecer: porque a veces tardamos en encontrar la historia que queremos contar. En el caso de Dory... yo había decidido, en su momento, no hacerle jamás una secuela a Buscando a Nemo.”
Formado en Bellas Artes en el influyente instituto CalArts –auténtico semillero, del que surgieron artistas como Tim Burton y Brad Bird (Los Increíbles)–, Stanton (Boston, 1965) dio algunos de sus primeros pasos en la animación trabajando para el legendario Ralph Bakshi en la versión de El Súper Ratón que éste produjo a fines de los 80, principalmente como guionista, una de las tareas en las que se encontraría más cómodo a lo largo de los siguientes años. Tras sufrir tres veces el rechazo de Disney, el factotum de Pixar, John Lasseter, lo contrató en 1990 como parte del primer gran equipo de la compañía. Allí fue uno de los guionistas de la primera Toy Story y tuvo oportunidad de participar del hoy mítico almuerzo en el que Lasseter y los suyos barajaron las ideas con las que seguirían adelante una vez estrenado el pionero film digital del 95. Entre ellas estaba Wall-E, que años después se convertiría en el tercer largo como director de Stanton, el segundo después de Nemo (el primero había sido como codirector de Bichos, una aventura en miniatura, suerte de Los 7 samuráis en el mundo de los insectos). A lo largo de las dos últimas décadas, Stanton se afianzó como una de las figuras fundamentales de la compañía, al coescribir varios de sus mayores éxitos, entre ellos Toy Story 2 y Monsters Inc, y coproducir títulos esenciales como Ratatouille e Intensa Mente. La leyenda indica que Buscando a Nemo fue producto de una epifanía: la que tuvo Stanton cuando, a principios de los 90, visitó el acuario Six Flags del norte de California, y se obsesionó con el desafío de representar la vida submarina con las por entonces limitadas posibilidades de la animación por computadora. Catorce años más tarde, la película del pez payaso y su padre y la pececita con problemas de memoria de corto plazo, Dory, ganaba un Oscar por mejor largometraje de animación.
“Honestamente, con Nemo nos sentimos realizados. Ya estaba todo hecho, y no había por qué hacer una secuela –dice Stanton–. Pero siete años después, mientras volvía a verla, tuve una idea. La verdad es que nunca es fácil hacer una secuela; es, de hecho, más difícil, porque tenés que encontrar cosas nuevas para contar acerca de personajes a los que sentías que ya conocías demasiado bien. Tenés que encontrar cosas que no sabías sobre ellos. Es una decisión enorme, la de pasar cuatro años más con alguien a quien creíamos conocer; no nos lo tomamos a la ligera. Lo cierto es que sólo puedo hablar por mí, porque no me siento en los conference rooms de otros estudios, así que no sé por qué deciden hacer sus secuelas. Nosotros, en Pixar, estamos acá, tomando nuestras decisiones de a una por vez.”
¿Y cómo decidieron pasar a un personaje importante y muy querido, pero secundario, al frente de esta nueva historia?
La única razón por la que quería hacer esta secuela es justamente que sabía que Dory tenía una gran complejidad. Es algo que nunca le dije a la gente con la que hice Nemo, es la historia de fondo del personaje, y que yo me reservé para mí. En cierto modo es lo que hacemos siempre para delinear los personajes: les inventamos una back-story, un pasado que no compartimos con el público, pero que ayuda a definir quiénes son. Lo que yo siempre supe era que Dory había estado viajando sola por el océano durante toda su vida, sin ningún recuerdo acerca del lugar del cual provenía, y que iba haciendo amigos, pero luego los perdía al olvidarse o desviarse debido a su problema de memoria. También había decidido que, por eso mismo, para asegurarse de que los demás no quisieran dejarla cuando la conocían, Dory debía ser el pez más simpático, divertido, amable y amigable del mar, uno que está siempre disculpándose con todo el mundo en Buscando a Nemo. Hay en ella un sentimiento de pérdida y abandono que es propio de muchos comediantes: mucha de la gente que se dedica a la comedia tiene un costado oscuro y utiliza su arte como una manera de lidiar con el mundo. Para mí tenía más complejidad que muchos personajes que protagonizan tantas películas, incluso más que Nemo y su padre Marlin, pero no había terminado de explorarla en el primer film. Es algo que estaba ahí esperándome.
¿Cómo consiguen ese equilibrio entre drama y comedia que caracteriza las mejores películas de Pixar? En Toy Story 3 ocurren cosas muy tristes que tienen que ver con procesos reales –el fin de la infancia, y la clausura de etapas vitales con la consiguiente pérdida de amigos y amores– que se vuelven tolerables por el sentido del humor con que se narra.
Es algo en lo que casi no pensamos. Es difícil de definir: a veces uno se topa con gente que es así, como nuestros personajes, y la examina desde afuera hacia adentro. Otras veces, uno piensa en las necesidades del argumento y empieza a construir un personaje de abajo hacia arriba, y define a los personajes en base a esos requerimientos. Pero no es algo que ocurra de la noche a la mañana: cuando uno pasa tres o cuatro años con una historia, conviviendo con un grupo de personajes, el argumento pasa a convertirse en una excusa para ir descubriendo quiénes son ellos, y empieza a cambiarlo para ver cómo se comportan y cómo reaccionan ante distintas situaciones. Y a medida que empiezan a definirse, uno como narrador vuelve atrás y adelante varias veces, cambiando las escenas de acuerdo a eso que fue encontrando. Es un sistema trabajoso.
Cuando Stanton estrenó la pos-apocalíptica Wall-E, no pocos críticos hicieron una lectura militante de su argumento y los escenarios que proponía, viendo en su planeta Tierra reducido a un depósito de escombros y una humanidad obesa exiliada en el espacio, comentarios sobre la decadencia de una cultura de híperconsumo que sólo produce daño ambiental y hábitos insalubres. Puesta en línea con la visión sobre Buscando a Nemo que hace foco en la fábula del pececito que debe superar su pequeña discapacidad física (una de sus aletas atrofiadas desde antes de su nacimiento), habilitó a muchos a creer que lo de Stanton es un cine de conciencia y de mensaje. Pero nada más alejado de sus intenciones, dice el director y guionista.
“Soy consciente de problemas urgentes como el de la conservación de los océanos, y de que se trata de un proceso frágil y difícil –dice Stanton–. También, de que Wall-E ha sido interpretada como una fábula sobre la destrucción del medio ambiente. Entiendo que esas lecturas surgen ante mis películas, pero no es militancia, sino detalles que cobran cuerpo como una excusa para las historias que quiero contar. Me gusta trabajar con la verdad, y cuando uno trabaja con la verdad, hace que sus historias adquieran esa capa extra. Pero lo que me gusta, por encima de todo, es trabajar con historias entretenidas, y yo voy a ser el primero en cambiar una premisa argumental o un detalle del relato si la historia no entretiene. Después de todo, estoy haciendo películas sobre peces que hablan y tienen grandes globos oculares, y parpadean. Creo que la idea de que es un cine militante es un efecto de trabajar con cosas y sentimientos que son sinceros y honestos: cuando hay honestidad, cuando lo que uno cuenta es genuino, los chicos lo van a percibir, incluso si aún no entienden cabalmente –porque no tienen la edad o la experiencia para hacerlo– de qué estamos hablando. A los dos o tres años, un chico no sabe muchas cosas, pero presiente la verdad y la honestidad de la historia que le están contando. Pero en el fondo lo que me importa de verdad son los personajes interesantes: esa es la única, verdadera razón para todas las decisiones narrativas que tomo.”
En 2012, Stanton experimentó su único fracaso: John Carter, adaptación al cine de acción viva (es decir, con actores de carne y hueso) de los relatos de Una princesa de Marte, saga espacial de Edgar Rice Burroughs, el autor de Tarzán. Uno de los datos más elocuentes de la complicada historia de la producción de ese proyecto es que durante un tiempo Stanton y sus colaboradores no estaban seguros de si sería una película de animación o con actores, y una razón posible para esto es que a lo largo de los últimos años la animación digital ha evolucionado de manera tal que alcanzó un enorme grado de hiperrealismo, y hoy un film de superhéroes sobrecargado de efectos digitales es en buena medida un film de animación, así como hay secuencias de Buscando a Dory que tienen el realismo fotográfico propio de un documental sobre la naturaleza. Cine vivo y animado se cruzan y superponen.
En este panorama, ¿qué es lo que define hoy al cine de animación?
Bueno, es cierto que algunos pasajes parecen propios de un documental, pero siempre están los ojos saltones de los personajes para recordarnos que estamos viendo una caricatura. Al hacer un fondo realista podemos capitalizar aquello que la gente ya conoce y la gente va a sentir, que no es lo mismo que creer, que son peces reales haciendo lo que vemos en pantalla. Pero la dicotomía acerca de qué es cine de animación es falsa: la técnica de la computadora hoy es como un set de pintura, una herramienta. Y todo artista que toma este instrumento, ese pincel y esa pintura, tiene que pensar y elegir cómo quiere trabajar. Si quiere hacer algo realista o impresionista, por ejemplo. No hay un plan maestro ni una única manera de animar en digital; es como siempre un tema de representación. Lo que vemos es una elección del artista y si uno siente que lo que está en pantalla se ve mal, no es por la tecnología, sino porque los artistas hicieron elecciones algo pobres sobre cómo debe verse el film. Hace veinte años era difícil animar personajes humanos con la computadora; en la época de Nemo era muy díficil animar el océano; pero hoy podemos hacer cualquier cosa, así que éstas son preguntas viejas que ya no hace falta responder. Hoy es todo artístico, no es técnico. Se trata de qué tan bien usamos las herramientas que tenemos a nuestra disposición.
FOTOS: AP Y GENTILEZA DISNEY
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