Las diosas de nuestro Olimpo no saben llorar
Susana Giménez contó por primera vez que tuvo una relación violenta con Carlos Monzón. El éxito de la serie sobre el femicida y campeón del mundo, que narra con infrecuente sensibilidad y perspectiva la violencia de género, volvió ineludible el tema que la diva evitó cuarenta años. Dice seguir la historia de quien fue su pareja entre 1974 y 1978 con angustia "por el destino de Alicia Muñiz y también por el final que tuvo Carlos".
Susana fue y sigue siendo el aspiracional femenino y, a su modo, feminista de las argentinas. Es una hija natural del mainstream de los setenta, el del orgullo de esas muchachas de Virginia Slims que habían "recorrido un largo camino". Siempre fue protagonista de su vida: ella misma le llevó a Daniel Tinayre el guión de La Mary (1974). Representa a una generación de mujeres que se curaron las heridas solas para jugar de igual a igual, y tal vez por eso nunca antes habló del lado oscuro de un amor icónico y tan pasional como el mito de Tinayre gritando en vano "corten" en las escenas de sexo de la bella y la bestia nacionales.
A Susana todavía le cuesta hablar del capítulo en el que fue víctima porque no se autopercibe como tal. Resume en uno solo todos los episodios que otros contaron por ella: la diva con un ojo negro en Montecarlo y mintiéndole al médico un tropezón; la diva acosada por un Monzón que, celoso de Sandro, "se puso violento", o que, de nuevo pasado de copas y de celos, "la golpeó"; la diva en Mar del Plata pidiéndole a otro cantante (hoy "cancelado" por su humor vencido) que saliera de su cuarto por la ventana, "porque si no, Carlos lo mataba". En su relato, en cambio, la violencia es la anécdota de una única noche: "Sí, una vez me golpeó, en Nápoles, no me lo olvido. Dijeron que me pegaba, pero me pegó esa noche en Italia. Y fue horrible". Susana no da detalles, no llora, y remata con un chiste: "Nos amábamos brutalmente y así peleábamos. Yo no me quedaba atrás. Una vez le tiré un bolso de cocodrilo… ¡me había salido un dineral!".
La diva no se quiebra porque creció en una era en la que el victimismo restaba; es casi un espejo romantizado de Moria –acaso su mejor pareja artística, sobre cualquier actor–, que siempre se jactó de no victimizarse ni cuando fue víctima. "La primera vez que me golpeó, me sorprendí, y la segunda, se la devolví", repite Casán sobre un exmarido violento, como si el reflejo de defenderse fuera un deber moral.
Las diosas de nuestro Olimpo jamás tuvieron permiso de caerse; había que devolver el golpe con la mano o con el bolso. Hoy hasta podrían ser "canceladas" (como el cantante escapista) por no reclamar su derecho legítimo a ser víctimas, pero siguen haciendo la performance de la defensa (y la lengua) karateca, incluso frente a un femicida condenado. ¿Tienen la misoginia internalizada? Puede ser: de hecho, Moria se ufana de ser una "mujer fálica". Aun así parece disruptivo que las dos bombas sexuales argentinas se hayan construido sin ayuda ni padrinos, por encima de susanos y sex-toys, posando en sombrero y topless para que el país opinara sobre sus decisiones y deslices sentimentales y estéticos, pero orgullosas de las tetas que se pagaron solas.
Sus vidas públicas reflejan lo que muchas mujeres sabemos en la intimidad: todas sufrimos alguna violencia machista; ni ellas pueden decirnos cómo tramitar nuestros dolores o lo que debimos sentir. Las dos exponencian la máxima de la francesa Catherine Millet, que dice que el cuerpo no es un tótem que, si se daña, no se recupera. Los suyos son cuerpos que aprendieron el mandato de volver cada año divinas y flaquitas, los cuerpos cuestionados y adorados de mujeres que se sintieron (o se mostraron: poco importa) libres para todo, menos para llorar. El "si querés llorar, llorá" es un privilegio que las diosas de nuestro Olimpo inventaron para las demás.
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