El consumo se transformó en adicción y tocó fondo cuando advirtió que no tenía vínculo con sus hijos.
Cuando tenía 20 años Valeria Gorosito (41) comenzó a trabajar como operaria de playa y encargada en una estación de servicio. En ese momento, cuenta, no tenía posibilidades de ser contratada en otros rubros ya que no tenía finalizada la escuela secundaria.
Sin embargo, para ser parte de ese local tenía que cumplir con algunos requisitos: ser mayor de 18, “ser flaca y tener un cuerpo vuluptuoso”. Sí, de esa forma se lo adelantaron cuando tuvo la primera entrevista.
En paralelo a su trabajo, Valeria decidió retomar sus estudios y a las pocas semanas de iniciadas las clases una compañera de curso le ofreció anfetaminas que ella misma consumía.
- Te las recomiendo, vas a ver cómo te van a hacer sentir mejor, le dijo su compañera.
- Yo estoy pasando por una etapa de vulnerabilidad y todos los días me comparo con mis colegas en el trabajo, le contestó Valeria.
- Esto es mágico.
-¿Seguro que es para mí?
- Sí, las tomás y en unos días vas a estar súper flaca.
Las consecuencias de consumir anfetaminas
“Las empecé a consumir en ese momento, pero no sabía que las anfetaminas eran una droga literal ya que las vendían como remedios naturales. Al empezar a consumirlas comencé a estar más activa y lo único negativo en ese momento era que llegaba la noche y no podía dormir: me sobraba energía”, explica Valeria.
Antes del consumo, cuenta, era una mujer muy tranquila y demasiado tímida por lo que le costaba relacionarse con sus pares. Y hasta reconoce que su estado de ánimo dependía mucho de la aceptación del otro y del que dirán. “Yo nunca fui gorda, pero idealizar a la flaca para mí era fundamental y al consumir las pastillas alcanzaba, por demás, ese objetivo”.
“Me costaba hablar, vivía en el baño”
Apenas comenzó a consumir, cuenta Valeria, tomaba dos pastillas a la mañana y otras dos por la tarde. “En aquel momento estaba supuestamente todo bien, no vivía mi realidad, esta droga me producía hiperactividad, estaba súper flaca y lograba mi objetivo. No tenía sueño nunca, pasaba días sin dormir, perdía la memoria, no comía, solo tomaba agua, se me aceleraba el corazón, tenía taquicardia y sudor. Las personas me hacían notar lo flaca que estaba, pero yo no lo veía, lo podía sostener con mentiras y nadie sabía de mi consumo”, confiesa.
Llegó un momento en que uno de sus hijos empezó a exigirle que comiera porque la observaba muy mal de salud y a partir de ahí, cuenta, las pastillas dejaron de hacer efecto. Para ese entonces su carácter había empeorado. Valeria vivía nerviosa, cansada y enojada y como veía que lo que tomaba ya no le hacía efecto y hasta había recuperado alguno de los kilos que había bajado, decidió aumentar la dosis. “Fue peor, me costaba hablar, vivía en el baño, me deshidrataba mucho, tenía un color amarillento en la piel, no comía y me mareaba mucho en la calle”, ejemplifica Valeria, que agrega que cuando consumía trataba de no tener relación con nadie, menos con sus tres hijos.
¿Cómo hizo el clic?
Valeria cuenta que hizo el clic cuando uno de sus hijos le contó que le había dicho a un amigo que su mamá tomaba pastillas para ser flaca. “Nunca pensé que ellos me observaban tanto, en un primer momento las escondía, pero después las dejaba visibles. Ese día me di cuenta de que mi careta se caía, no podía seguir sosteniendo tanta mentira delante de mis hijos que ya sabían de mi consumo”.
Los días posteriores a dejar de consumir anfetaminas, cuenta, Valeria sintió un verdadero infierno y se vio interiormente vacía. No tenía sentimientos del vínculo con sus hijos: se mantenía fría y distante. Además, no solamente tuvo que lidiar con su propia adicción, sino también con la de su hijo mayor que había empezado a consumir alcohol y marihuana.
“El consumo me dejó mucha tristeza y diez años acompañando en tratamientos de recuperación a mi hijo en distintas instituciones. Hace aproximadamente dos años logramos sanar y terminar el tratamiento en una comunidad siguiendo la recuperación `solo por hoy`, viviendo nuestro aquí y ahora, disfrutando y encontrándole el sentido a la vida”, se emociona.
“Tenía que pasar el mensaje”
A raíz de todo lo vivido en primera persona y con su hijo, con los años Valeria comprendió que no había sido casualidad todo lo que ambos habían vivido y se fue dando cuenta de que su misión estaba relacionada con ayudar a otras personas en situaciones de consumo. “De alguna manera tenía que pasar el mensaje, no sabía cómo, pero esta vivencia no era en vano”.
Después de todo lo que había pasado Valeria fue encontrando el para qué y al igual que muchas personas que logran darle sentido y trascender a partir de un suceso traumático, fue hallando la manera de poder evitar que otra gente pasara por lo que atravesó ella y su familia.
El primer paso ya lo tenía dado. El segundo fue realizar el curso de Operadora Socio-terapeuta en Adicciones para tener más herramientas y recursos a la hora de trabajar con los adictos.
“Construyendo Puentes”
El camino que Valeria inició la llevó a ser parte del staff de profesionales en una de las sedes de Familia Grande Hogar de Cristo (FGHC), una Federación que agrupa a los Centros Barriales que tienen como finalidad dar respuesta integral a situaciones de vulnerabilidad social y/o consumos problemáticos de sustancias psicoactivas, poniendo en primer lugar a la persona y sus cualidades.
Hace dos años que trabaja en el barrio de Retiro y, entre otras cosas, todas las noches sale desde la parroquia a llevar un plato de comida a los chicos y jóvenes que se encuentran en situación de calle y en consumo. “Trabajo con los hijos de las mamás que hacen proceso en el hogar, recorro muchas comunidades terapéuticas y granjas. De hecho, con dos compañeros que Dios puso en mi camino decidimos armar un proyecto al que le pusimos como nombre `Construyendo Puentes` en el que acompañamos a los pibes que tienen problemática con las adicciones”.
“Nadie se salva solo”
La relación con los pacientes, cuenta, es muy positiva ya que está convencida de que estos jóvenes necesitan ser escuchados y valorados para que puedan desarrollar sus potenciales. “Mi trabajo consiste en ayudarlos para que ellos mismos vean sus virtudes y acepten sus defectos. Les damos distintos tipos de talleres como, por ejemplo, psicodrama y arteterapia que los ayuda a hacer catarsis y canalizar y compartir el dolor. Además, desde mi experiencia les hago saber que no están solos y les brindo siempre esa palabra de aliento. Aunque parezca una frase hecha, nadie se salva solo, aunque también es real que acompañamos al que quiere ser acompañado”, aclara.
En relación a las satisfacciones que se lleva a diario de su trabajo, Valeria destaca el cariño que recibe de los chicos y adolescentes cada mañana cuando desciende del colectivo y camina por el barrio Padre Mugica. “Ver a los pibes que me reciben con un beso, un abrazo, que expresan sentimientos. Me pone muy feliz que depositen su confianza en mí, me llena el alma. En cada uno de ellos veo un pedacito de aquella Valeria que un día fui”.
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