"En enero de 1974 salí en tren y en parte a dedo por la ruta 9 en un viaje que me llevaría casi once años de búsqueda por los territorios de la contracultura que se propagaba desde y hacia la Costa Oeste norteamericana", arranca Osvaldo Baigorria (1948), periodista de la mítica revista Cerdos&Peces –entre muchos otros medios–, escritor de inclasificables como Sobre Sánchez –recién reeditado por Mansalva– y docente.
Este principio tan puntual enseguida cederá a los vaivenes de la memoria, combatirá lo inverosímil de la linealidad, se entregará a digresiones y, sobre todo, evitará cierres, teorizaciones y generalizaciones sobre una época que ya ha sufrido bastantes capturas y encerronas. La de Baigorria es una prosa que rememora con empatía y sin nostalgia ni idealizaciones, pero sumamente amorosa con las personas y personajes que habitaron esa contracultura heterogénea que se asentó en el norte del continente y que el autor experimentó de primera mano –aunque, según él, ya empezada y en su declive– entre 1974 y 1984.
"En la Argentina de aquellos años, prefería vivir antes que morir. Esas ganas se imponían sobre toda idea de responsabilidad o trascendencia. O sea, no negaba los hechos, los dejaba en el freezer. La partida, imaginaba, sería solo por un tiempo, hasta que el terror se disipara. La cosa tenía que mejorar. Me equivocaba. No mejoró". Pero antes de fugarse a ese deseo de vivir en otras tonalidades cromáticas más allá del negro sobre blanco que impuso la dictadura argentina, Baigorria da cuenta de la previa de su viaje y nos informa de la situación contracultural en nuestras pampas: reuniones a puertas cerradas de grupos de estudio y algunas prácticas de sexo liberacionista en donde se cruzaban un joven Néstor Perlongher, las feministas de UFA y otrxs disidentes para enarbolar reclamos que aún hoy buscan su victoria: crítica a la organización genital, compulsiva y exclusiva, abolición de la familia patriarcal-monogámica, un devenir andrógino, "más conectado al placer, menos macho".
Es al calor de esas reuniones donde el autor y su compañera de entonces deciden salir a la ruta hacia el norte en la más absoluta precariedad: devenidos artesanos, hijos de familias obreras, sin demasiadas palabras en inglés, con mochilas pesadísimas y sin aviones, en busca de esa comuna sustraída al orden del trabajo, la disciplina y el capital; comunidad que a lo largo de su itinerario y estadías se fue configurando y reconfigurando con la impronta de las singularidades de quienes se reunían como hojas al viento, entre volutas de marihuana, en intensas camas redondas o refugiados en bosques aún vírgenes.
Escrito el año pasado, en apenas nueve meses, por expreso pedido de sus editores, el libro reproduce 48 imágenes, entre sus 180 páginas, tomadas por una cámara Leica IIIC y otra Pentax K. Son pequeñas, borrosas, con la opacidad que esa tecnología brindaba del mundo, con el ritmo menos afanoso por registrarlo todo. Más que ilustrar iluminan una cotidianidad que fue impugnada "por la burla neoconservadora del siglo XXI" tan parecida al macartismo, señala Baigorria. Amenazada también por el desastre ecológico, por el giro cognitivo del capitalismo, su segmentación y mercadeo del alma y el corazón.
Entre los abismos y el misterio de esa utopía que puso en cuerpos y territorio una época, y la distancia que el autor recorre una y otra vez con el presente, se organizan los relatos, bien breves, como instantáneas de la memoria, aglutinadas en tres capítulos: Ruta, Ciudad y Bosque, que enmarcan sin demasiado rigor las diferentes maneras en que peregrinó por el disenso. Tal vez sea en las vivencias del bosque canadiense en las que aún brille una posibilidad todavía abierta: la brasa de las salamandras en las cabañas construidas en forma cooperativa hoy persiste. Cuáqueros, hippies, leñadores pueblan el movimiento migratorio back to the land que Baigorria se encarga de pormenorizar: el trabajo durísimo, pero las huertas abundantes. Los largos y nevados inviernos, pero bañarse bajo los árboles en una especie de caldero mientras se charla culo al aire con algún vecino. Incluye la anécdota de un aterrador encuentro con un oso, siempre bajo la especial sensibilidad de un escritor que puede oír hasta el lamento de un abedul vivo al quebrarse.
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