Lo ambiguo de la desobediencia: expresar la pasión por la vida en la cocina
Las enormes frutillas rojas, hermosas y jugosas de aquel verano sureño no pertenecían al inventario de amigos de los bifes que se apilaban sobre la tabla de madera, salados con generosidad esperaban el ardor de la parrilla, donde fundirían sus grasas logrando un dorado crocante de enjundia mojadez. Sin embargo, el cocinero quebrando las reglas de su clásica formación de academia francesa, desobedientemente las aplastó con la palma de su mano y, enchastradas de jugos, las revolcó cuidando no se rompan, como si fueran milanesas, dentro de un perol que contenía salvia picada –y así espléndidamente vestidas, también las quemó ligeramente sobre la plancha de hierro. Al disponer sobre el plato las frutillas con sus coronas verdes chamuscadas al lado de los bifes con las papas al perejil, se veían ilustres, parecían acreditadas dentro del protocolo universal del sabor y la pequeña desobediencia fue aprobada por los comensales que aunaron en boca la dulce acidez roja con aquella carne de pasión cotejada por las papas, tubérculos andinos en costra de crocantez.
Una mañana al despertarme me di cuenta de que todo había cambiado drásticamente. Mientras me ataba los zapatos para ir al colegio sentí que lentamente, en aquel año había comenzado a caminar por un sendero menos transitado, irreverente y pleno de libertad y, por ende, colmado de adversidad. Mis pares y familia me observaban estrictamente, me había convertido en un niño descarrilado. Para ellos había perdido el rumbo, había traspasado una puerta de la que no se regresaba, todo lo que habían planeado para mí se había esfumado en el universo de mi rebeldía. Un profundo silencio me habitaba y comencé a sentirme verdaderamente comprendido por un perro que quería mucho y en el abrazo irrevocable de la música de los 60 que embanderaba, enaltecía y parecía bendecir mis sentimientos. Fueron esos los grandes apoyos que tuve en la adolescencia. Con ellos, entre golpes y abrazos crecí.
Lo ambiguo de la desobediencia está dada por la enorme cantidad de razones por las que queremos ejercerla y que conforman un motor de deseo, y las tantas otras que nos condicionan entre mandatos y normas, una suerte de constitución colectiva de cómo debemos formarnos. No se crece creativamente sin transgredir. La opresión y supremacía que ejercen los mandatos familiares y de estudio en el ámbito de la educación muchas veces intentan coartar los sueños límpidos, claros y aun inocentes de niños que se sienten lejos o no representados por aquellos códigos de estudios de norma.
Fue así que abracé el ámbito de la cocina, donde sin darme cuenta, paso a paso fui encontrando las herramientas para expresar mi pasión por la vida. Así, aquella pequeña ventana parcamente iluminada, que envolvía el universo del sabor y alquimia que parecía una salida laboral apenas digna a mediados de los 60 fue sumando contrastes, colores, batallas y alegrías. Nunca imaginé cuando comencé que los senderos del dar de comer terminarían comunicándome y llevándome a estudiar como autodidacta con todas las expresiones del arte, la historia, la geografía y las ciencias, ya que la misma historia de la humanidad se encuentra embebida por el amor del comer y el beber. Es, ha sido y será, en la mesa, donde transcurre gran parte de nuestra afición por compartir y celebrar, sin importar razas o credos, regiones o países. Además, la belleza de sentarse evoca democráticamente los mismos sentimientos de participación en todas las mesas, desde las más sencillas a las más fastuosas.