Los dos contratos
Todos queremos vivir de la mejor manera posible. Es decir, tranquilos, con posibilidades de cumplir sueños y proyectos, rodeados de afecto, con nuestras necesidades cubiertas. ¿Por qué, aspirando a lo mismo, suele resultar tan difícil lograrlo? Quizás porque cuando empezamos a definir esos sueños y proyectos, esas necesidades, esa tranquilidad, ocurre que no significan lo mismo para todos, que los proyectos de unos pueden obstaculizar los de otros, que las necesidades de alguien impidan que se atiendan la del vecino y que lo que genera mi tranquilidad motiva la inquietud del otro. Los humanos somos diferentes entre nosotros, y si bien nuestra naturaleza nos impulsa a vivir en comunidades, conservamos una tendencia instintiva a poner el interés propio sobre el colectivo. Ello puede terminar en un estado de confrontación permanente, con el riesgo de que, enfrentados todos contra todos, terminemos eliminándonos como especie. Para evitarlo nació lo que se conoce como contrato social.
El filósofo James Rachels (1941-2003), referente en temas de ética y moral, señala que ese contrato (que no se escribe ni se firma en un papel) pide dejar de lado inclinaciones egoístas y privadas y cumplir reglas que garanticen el bienestar de todos por igual. Así surge la moral, explica en su Introducción a la filosofía moral, que es un conjunto de reglas acerca de cómo deben tratarse las personas entre sí. Y solo puede existir si todos cumplen las reglas, para lo cual es esencial el atributo de la buena fe. A partir de la existencia de este contrato vivimos en sociedades. Pero no hay una concepción única y unánime del mismo, sino al menos dos.
El inglés Thomas Hobbes (1588-1679), padre de la filosofía política, pensaba que, en su estado natural, el hombre es violento, egoísta y, buscando su supervivencia, vive en estado de guerra. Esto imposibilita la existencia de la ciencia, el arte, el comercio, la vida en sociedad. La firma del contrato garantiza la posibilidad de esa vida a cambio de la renuncia a la fuerza por parte de todos, la aceptación de la ley y que el estado sea el garante del cumplimiento del convenio. Estado todopoderoso al que llamaba Leviatán, como el legendario monstruo marino. Sin este contrato, decía Hobbes, el hombre se convierte en lobo del hombre.
Para Jean Jacques Rousseau (1712-1778), el contrato social es producto de la perversión que la sociedad produce en el ser humano. Al revés de Hobbes, pensaba que, en estado natural, el humano es empático, pacífico y bueno. En la sociedad empieza la desigualdad, la competencia y los disfuncionales efectos laterales del progreso. Para salir de ese estado de guerra, no natural sino adquirido, Rousseau proponía su versión del contrato social, que no se cumpliría a partir del miedo, como en Hobbes, sino de la voluntad colectiva de cooperar para mejorar la sociedad y permitir la felicidad de todos.
En la visión de Rousseau, la libertad es un hecho natural al cual la persona renuncia para vivir en sociedad, resignando su voluntad individual, mientras para Hobbes la libertad es un derecho adquirido a partir de leyes cuyo cumplimiento el Estado supervisa como receptáculo de una voluntad colectiva.
Lo que no parece estar en discusión es que la supervivencia y el futuro de una comunidad dependen de un contrato social, que su transgresión no es un chiste, aunque sociedades como la nuestra así lo crean y lo festejen, y que el incumplimiento de ese convenio es un acto de inmoralidad que no solo afecta a quien lo viola (más cuando la Justicia omite sancionarlo) sino a la comunidad en su conjunto. Así se entiende que, hoy y aquí, resulte habitual que la aspiración a la vida tranquila suene utópica.