Los hilos largos de un botón
A partir de una caja de botones que heredó de su madre, la autora de Una suerte pequeña reconstruye una sutil memoria de lo cotidiano
Claudia Piñeiro abre la caja de botones que heredó de su madre y aparece un mundo. Mejor, fragmentos de lo que ha sido un mundo: un mar de botones de todo tipo y tamaño. Los hay grandes y pequeños, redondos y cuadrados, de nácar o forrados en tela. Tienen los colores más variados, pero la larga convivencia en esa caja de cartón los ha igualado. Parecen caracoles marinos olvidados en la arena del tiempo. Sin embargo, en algún momento todos han prestado servicio. Y todos tienen una historia. “Este es de un tapado de astracán que mi madre se ponía en las salidas importantes”, dice Claudia. Exhibe un botón beige de superficie rugosa, redondeado en la punta. Habla sin sentimentalismos, con ánimo clasificatorio, tal como un arqueólogo describiría las piezas de porcelana de una civilización antigua a partir de los restos de un plato.
Devuelve ese botón al mar indiferenciado de la caja y pesca otro. Éste es pequeño, de tonos anaranjados. Pertenecía a un vestido que su madre le hizo a los 10 años. Claudia mira el botón, pero en verdad sus ojos ven aquel solero que tanto quiso y, por añadidura, una escena de su infancia. Le encantaba ponérselo para las módicas salidas que le tocaban en suerte a esa edad. Por ejemplo, al club Burzaco, donde iban a bañarse a la pileta en las tardes ardientes del verano.
Al mirar ese botón también ve a su madre. Inclinada sobre la mesa de la cocina, María Josefina, a quien llamaban Cuca, recorta moldes de papel de diario y traza líneas de tiza sobre la tela, con una pila de revistas Burda al costado. Aparecen también el costurero, las agujas, un ramillete de dedales. La Singer estaba en casa de la abuela, al lado. Con ese arsenal, Cuca hacía la mayor parte de la ropa que vestían los miembros de la familia, incluidos los guardapolvos de colegio.
La caja de botones, que entonces pasaba más tiempo abierta que cerrada, tenía vida propia. Durante décadas, de allí entraron y salieron en forma continua una incontable cantidad de piezas. Cuca juntaba las que podía, por las dudas. Y no rechazaba nada. Allí fueron a dar, por ejemplo, los botones que había reunido Octavia, una prima soltera, española, que murió inesperadamente en un accidente. Los botones no se perdían. “Como buena inmigrante, mi madre guardaba todo para el día en que hiciera falta. Nada se tira.” ¿Habrá imaginado Cuca que esa caja de primeros auxilios un día le permitiría a su hija reconstruir la historia familiar a partir de la ropa que llevaban?
“Este botón marrón es de una campera que mamá le regaló a papá cuando eran novios”, muestra Claudia. Y cuenta que de chica ella quiso estudiar corte y confección, como sus amigas, pero su padre la instó a estudiar idiomas o cualquier otra cosa que no acabara confinándola a una vida enteramente doméstica. Hoy sus habilidades le permitirían hacer un dobladillo o coser un botón, pero no mucho más. Desde temprano se ha inclinado por otros hilos: aquellos con que se tejen las historias. “En la escritura, la imagen que aparece es como una madeja de lana. Para que la historia se desarrolle, hay que tirar del hilo.”
Hoy estos botones tiran del hilo de la memoria. Pero Claudia no los guardó por ese motivo tras la muerte de Cuca. La movían, en verdad, las mismas razones que habían movido a su madre: el sentido práctico. Para algo iban a servir. Por ejemplo, para que sus hijos hicieran un collage en el colegio. Pero ahí siguen los botones, fragmentos imperecederos de una secreta arqueología familiar.
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