Las dudas acerca de la conveniencia del uso medicinal de la marihuana desaparecen frente a los casos concretos. Esta es la historia de Alejandro Cibotti, alguien que renació gracias al cannabis. Y la de Teresa Franco, la médica que lo apoyó en su cruzada judicial. Y la de un grupo de madres que lucharon por sus hijos. Y la de un científico que investiga sus usos a pesar de las trabas legales. Y la de un juez que el año pasado abrió una puerta para poner en el centro el sentido de esta batalla: el derecho a vivir mejor.
Alejandro Cibotti tenía 37 años y una vida veloz. Excesiva. Separado y con dos hijos, trabajaba de noche, dormía de día. Tomaba mucho (mucho) alcohol. También "camer", cocaína. Se sentía imprescindible para los dueños de importantes cadenas de restaurantes que lo contrataban para regentear sus emprendimientos. Tenía "alguna que otra mujer", a las que envolvía con destellos de gran vida. Lidia era una de ellas. Un día de 1998 Lidia llamó por teléfono desesperada. Alejandro estaba en San Justo comiéndose un cordero en la casa de un amigo. Lidia lloraba:
–Vení rápido para casa que tengo que contarte algo.
–Ahora no puedo, mi amor. Voy mañana, ¿tan urgente es?
–Te tengo que contar algo, te tengo que contar algo –insistió, al borde un ataque de nervios.
Alejandro quiso evadir la espina que empezaba a perforarle el cuerpo. No pudo. Salió rápido hacia la casa de su pareja. "Cuando llegué, Lidia me estaba esperando con una amiga. Llorando me dice: «Soy VIH positiva, me acabo de enterar, tenés que hacerte los análisis»". No sintió nada, ni siquiera miedo. El impulso bestial del ritmo que llevaba le hizo pensar automáticamente que él no tenía nada, que seguro no estaba infectado. Se equivocó. Alejandro era VIH positivo.
"No me hice muchas preguntas, me puse práctico. No pensé «me voy a morir», sino «qué hay que hacer: hagámoslo»". Pocas cosas pueden ser una bisagra tan grande en la vida de una persona: la muerte, la enfermedad, la ausencia, las traiciones. A veces también el amor. Alejandro las atravesó todas, menos una: la muerte, a la que viene esquivando con precisión desde 1998.
En la Fundación Huésped le recetaron una batería de medicación: los famosos retrovirales. "Son como 17 pastillas que hay que tomar por día. Los baños me quedaban a 200 metros, me cagaba encima. Era terrible. Muy duro, muy duro". La conciencia de la enfermedad lo llevó a dejar el alcohol. También la joda. Le duró poco: pronto la negación lo hundió otra vez de cabeza en el alcohol: cerveza con ginebra, whisky, vino. En ese orden. "Tuve una época dura, dos o tres años. Ahí fue cuando me enteré de que también tenía hepatitis C".
Alejandro no sabe cómo, cuándo ni por qué se contagió también de esa enfermedad. A pesar de que era VIH positivo, seguía trabajando 16 horas por día y no aflojaba con sus adicciones. No había dolor. "Pero con la hepatitis me cayó la ficha, paré con todo y empecé a cuidarme", cuenta. Comenzó a ordenar su vida. Cambió la noche por el día: trabajaba en servicios de catering. Se fue a vivir con sus padres, en Ituzaingó. Todo marchaba aparentemente bien.
En 2009 Alejandro participaba de un proyecto en el área de control de alimentos y bebidas de la Auditoría del Gobierno de la Ciudad, cuando las autoridades decidieron discontinuar el programa. Como si todos sus caminos lo hubiesen conducido hacia el mismo lugar (la enfermedad), Alejandro –mejor dicho, su cuerpo– sufrió un agravamiento de la neuropatía que padecía desde 2002. Se le desarrolló una polineuritis sensitiva en los nervios periféricos. Traducción: falta de mielina en los nervios. Traducción de la traducción: ante cualquier roce, Alejandro sentía como si le estuvieran apoyando una plancha caliente. "Es un dolor insoportable, como si tuvieras los pies dormidos, inflamados y con dolor. Pateaba la pelota y me dolía", explica.
–¿Cuántas pastillas tomabas en ese momento?
–Como 20, qué se yo. Estaba podrido.
No sabe si la polineuritis fue producto de los efectos secundarios de dos medicaciones agresivas como los retrovirales –el 30 % de los pacientes con VIH desarrollan neuropatías tras 15 años de tratamiento– y las pastillas para la hepatitis. El origen poco le importaba frente al avance del dolor. Alejandro estaba desesperado: "Estuve 14 meses postrado. No me podía ni poner los pantalones. Me quería matar, pero en el fondo quería vivir, ¿qué carajo tenía que hacer para no sentir dolor?".
El desfile ante los psiquiatras terminaba siempre en la farmacia. Más y más drogas se sumaban a un cóctel que lo dejaba zombi. A esa altura, además de las medicaciones para el VIH y la hepatitis, tomaba 21 mg de metadona, 350 mg de pregabalina, 75 mg de amitriptilina, 1.500 mg de paracetamol y 1 mg de lorazepam. "Lo peor de todo –dice Alejandro– es que el dolor no se iba".
TE REGALO UNA FLOR
La medicina tradicional ya no ofrecía alternativas terapéuticas para Alejandro. Luego de decirle que no podía hacer nada más, la psiquiatra lo derivó al departamento del dolor del Hospital Tornú, un espacio de contención más que de atención. "Fue una cosa de locos –recuerda Alejandro–: llegué y me abrazaron, empecé a hacer yoga, reiki, psicoanálisis grupal e individual. Hasta cambié mi dieta. Me fueron llevando, muy lindo, pero el dolor seguía igual".
Teresa Franco es la coordinadora de dolor crónico no oncológico del Tornú, donde atienden unos 1.500 pacientes al año que van allí a "buscar alivio". "El dolor genera preguntas existenciales profundas, es un maestro que te está contando algo", explica Teresa. Alejandro dice que ella fue su salvavidas. "Él vino hace más de seis años con una polineuritis desatada por los medicamentos que tomaba. Empezó el tratamiento y se enganchó enseguida", cuenta la doctora.
Mientras cambiaba de filosofía de vida, Alejandro dio por primera vez con la marihuana. Buscando en internet, un usuario español con la misma patología que él le preguntó por qué no intentaba con el cannabis, que había evidencia de que calmaba los dolores. A pesar de su historia plagada de excesos, jamás había tenido un porro en la mano. "Para mí era para gente medio tarada, que vivía dormida: los hippones. Como dice Homero Simpson: «Volvé a tu pipa, hippie»".
Saturado de las drogas sintéticas de laboratorio, Alejandro buscaba alternativas naturales, y la marihuana aparecía una y otra vez en su camino. Empezó a contactarse con clubes de cultivo españoles, que lo derivaron a clubes argentinos. No lo hablaba con nadie de su entorno, ni con sus médicos, salvo con su mamá, Mabel:
–¿Vieja, qué pensás? ¿Intento con la marihuana?
–Y no sé, probá. Si te dicen que hace bien.
–Pero tengo tantas drogas en la cabeza… ¿una más, te parece?
En mayo de 2011, una crisis de dolor lo dejó tirado. Tuvieron que picarle morfina para que se le pasara. Estaba en un vértice: o hacía algo o se moría. Uno de sus hijos, Javier, se acercó a la cama y le dijo: "Mirá, viejo, lo que tengo". Y abrió las manos. "¿Qué son? ¿Cardos, boludo?", le contestó Alejandro. Eran flores de cannabis.
La secuencia fue la siguiente: Javier picó uno de los cogollos, los echó en un vaso con leche, coló los restos sólidos y les puso dos cucharadas de chocolate. "¡Pum! A los 20 minutos fue mágico. El dolor se fue, mi estado de ánimo, mi humor cambió. No lo podía creer", recuerda Alejandro. Cuando se le terminaron los escasos seis gramos que le había conseguido su hijo, Alejandro se metía en el furgón de carga del tren Sarmiento. "Los muchachos iban fumando unos porros gigantes. Yo lo bauticé el vagón de la alegría. Llegaba a Ituzaingó recontra loco, pero sin dolor".
Así se mantuvo hasta que entró en contacto con la Agrupación de Agricultores Cannabicos Argentinos (AACA). Les contó su historia y Nermy, una de sus integrantes, lo ayudó con un suministro mensual de 15 gramos, ya no para fumar sino para vaporizarlos o convertir las flores en aceite.
Cansado de ocultarles su descubrimiento a los médicos, encaró a Teresa Franco y le dijo, de frente: "Tere, yo estoy haciendo esto y quería contárselo. Usted no se enoje, empecé a hacer uso del cannabis para el dolor". Ella se reclinó en su silla y sonrió: "Bueno, Alejandro, vamos a hacer un seguimiento para ver cómo evolucionás".
Alejandro aprovechó la buena onda de su doctora para comentarle lo que le había dicho su amigo cibernético español: que era posible dejar el resto de las medicaciones contra la neuropatía. Teresa le dijo que sí, pero que lo harían de a poco. Era mucha la metadona que tomaba y dejarla de un día para el otro resultaba muy riesgoso. "Empezamos a anotar en la historia clínica, dejamos asentado todo", señala Teresa.
La evolución fue impresionante. "Pasé rápidamente de tomar 21 mg de metadona a un 1,5 mg y de 350 mg de pregabalina a 150 mg. Del resto, nada. ¡Todo eso en un año!", se entusiasma Alejandro. En paralelo, por impulso de la AACA, presentó un amparo pidiendo tres cosas: que el Gobierno de la Ciudad le proveyera marihuana, que lo dejara cultivar cannabis para uso medicinal o que, en su defecto, le permitiera importar la materia prima –flores– para su tratamiento.
EL CAMPO JUDICIAL
En septiembre de 2015, el juez de primera instancia Guillermo Scheibler hizo lugar parcialmente al pedido de Alejandro. No autorizó que el gobierno lo proveyera –entraría en colisión con la ley nacional de drogas, que la considera ilegal–, pero dejó al libre albedrío la cuestión del autocultivo. Y fue un paso más allá: le pidió al doctor Marcelo Morante –que encabeza un estudio sobre cannabis medicinal en la Universidad Nacional de La Plata– y a Teresa Franco que se juntaran para hacer un informe y pidieran a la Anmat una autorización para la importación de la sustancia, en cualquiera de sus formas.
Teresa prestó declaración en la causa en apoyo de Alejandro. "Soy incondicional con él. No es un adicto. Acudió al cannabis porque tiene una patología crónica. No avalaría su uso para personas sanas". Según la doctora del Tornú, Alejandro tuvo un mejoramiento muy grande. "Pasó de drogas muy pesadas como la metadona al cannabis, que es natural". Y arriesga: "Tenemos en contra las corporaciones; dejaron de venir los visitadores médicos al Tornú. No les vamos a vender más sus medicamentos".
Pero el gobierno porteño apeló y trabó el proceso judicial. Para Scheibler, el juez, hay un statu quo, un sentido común que vincula el cannabis con todo lo malo. "Cuando uno mira Estados Unidos, que ha sido el iniciador de esta política represiva de guerra a las drogas, se lleva una sorpresa. Allí, el cannabis está penalizado a nivel federal, pero 35 o 36 estados se apartan de esa legislación", añade. Scheibler pinta el abanico: "Algunos tienen una liberalización tipo Holanda, como Colorado y el estado de Washington, que tienen legalizado el uso recreativo. Unos 23 o 24 estados tienen aprobado el uso medicinal. Después hay otros con penalizaciones mucho más leves. Sin embargo, acá no se puede ni hablar del tema".
En Chile, el gobierno aprobó en mayo de 2015 la primera plantación de cannabis para uso medicinal e investigativo: se trata de un megacultivo que alcanzaría para unas 4.000 personas. En Colombia, meca de las políticas represivas contra las drogas, el presidente Juan Manuel Santos firmó un decreto que regula la tenencia y el cultivo de la marihuana medicinal. En la Argentina existen varios proyectos de ley, el último elaborado por la diputada Diana Conti y con el apoyo de otros 11 legisladores, que promueven una modificación de la ley nacional de drogas para permitir el cannabis para fines terapéuticos. Todavía la discusión legislativa está muy verde.
LA NUEVA VIDA
El fallo de Scheibler encendió el debate. El tema comenzó a filtrarse por las hendijas de un sistema que, como indica el juez, es reacio a los cambios. Poco después de la sentencia, Anmat decidió autorizar –sin causa judicial mediante– la importación de cannabis medicinal en su formato de aceite, conocido como Charlotte’s, para cinco usuarios del país. Fue una sorpresa, pero detrás había una lucha de cinco madres que habían peleado contra molinos de viento por esta opción terapéutica. Fue el caso de María Laura Alasi, mamá de Josefina (tres años), quien padece una epilepsia refractaria que le provocaba hasta 600 convulsiones por día. El rostro y la historia de Josefina (que tuvo un mejoramiento asombroso) se viralizaron como el símbolo de la lucha por el cannabis medicinal.
Otra de las pacientes beneficiadas por la resolución de Anmat fue María Julieta, de 26 años, también con una epilepsia refractaria. "Durante más de 23 años tuvo más de 300 convulsiones por día", cuenta Ana María García Nicora, su mamá. Ana se enteró de un tratamiento con cannabis cuando en la CNN pasaron un documental sobre Charlotte Figi, una niña norteamericana con Síndrome de Dravet, que logró controlar sus casi 300 convulsiones diarias con el uso de un derivado de la marihuana (de allí proviene el nombre del aceite que se comercializa bajo la etiqueta de Charlotte’s).
Ana habla de "conexión", un concepto muchas veces alejado de las connotaciones habituales de la marihuana, para explicar cómo reaccionó su hija ante el tratamiento: "Ahora nos sentamos a comer –sigue Ana– y ella levanta la mesa, lava todo. Estoy hablando de 23 años de nada, dormía todo el día, no interactuaba". María Julieta se medica con dos gotitas del aceite Charlotte’s a la mañana y dos a la noche.
Con el impulso de haber encontrado un alivio a los padecimientos de su hija y ante la creciente demanda de información, Ana decidió lanzar la web de Cameda (Cannabis Medicinal Argentina), cannabismedicinal.com.ar, donde recopila todas las investigaciones disponibles, como el ensayo de Raphael Mashaulan en Israel que demostró la efectividad de los tratamientos con cannabis.
Alejandro y Ana entraron en contacto a través de Cameda. "Ale no podía ni soportar el roce de las sábanas. ¿Sabés lo que debe ser convivir con eso?". Ambos (y mucha otra gente) empezaron a pedir que el cannabis fuera una elección terapéutica como cualquier otra. "Hoy se recurre como última instancia, te diría. Yo prefiero probar con diferentes preparados de aceites de cannabis y no con drogas", dice Ana.
LEGALÍCENLA
El uso de cannabis medicinal está cada vez más extendido. Y visibilizado: todos los que decidieron tratarse o tratar a un familiar con marihuana tomaron la causa con ímpetu militante. Así es como surgen organizaciones como Cameda y Mamá Cultiva, otra red creada por madres que tratan a sus hijos con cannabis y que piden por la legalización de la sustancia. Ninguno endiosa la marihuana: todos hablan de un paliativo.
Sin embargo, la base de toda esta evidencia en la Argentina es absolutamente empírica. "Estamos probando con nuestros cuerpos –dice Alejandro–; por suerte está Marcelo Morante, que está empezando a educar en este sentido". Morante llegó también a la marihuana en búsqueda de un alivio para el dolor que le provocaban las convulsiones refractarias a su hermana. Ahora dirige un departamento de investigaciones en la Universidad de La Plata y se convirtió en un referente del tema a nivel nacional y sudamericano.
"El cannabis no cura el VIH, no cura el cáncer, pero alivia el dolor. No tiene poderes mágicos. Ni prejuicios, ni sustancia diabólica. Es una sustancia más con capacidades terapéuticas", dice. Morante sostiene que la toxicidad de la marihuana, comparada con la metadona o cualquier antiepiléptico, es muy baja. "Pero el cannabis no es inocuo, no se trata de estimular su consumo", advierte.
Existe una traba fundamental para profundizar sus estudios: la ilegalidad de la sustancia. "Como no se puede producir, para hacer un estudio hay que enfrentarse a una burocracia tremenda para traer cannabis de lugares donde es legal, por ejemplo, Canadá". Frente a esto, lejos de quedarse de brazos cruzados, Morante impulsa una jugada ambiciosa: lograr que su municipio natal, General Lamadrid, encare la primera plantación de marihuana medicinal de la Argentina. Para eso cuenta con el apoyo del intendente, Martín Randazzo, quien abrió el debate en su comunidad y encontró una recepción llamativamente buena: "El municipio y la comunidad están decididos, y esto nos haría muy bien como pueblo. Podemos desarrollarnos y encontrar nuestra identidad". General Lamadrid quiere quedar en la historia como el "pueblo que quiere plantar marihuana para su uso medicinal".
Alejandro estaba, por primera vez en muchos años, enfocado. Salvo los retrovirales y los medicamentos para la hepatitis, no tomaba ninguna pastilla para el dolor. Tenía sus plantas en el patio de la casa de sus padres en Ituzaingó y hacía una dieta ayurveda. Producía aceite para él y para otros pacientes con cáncer. Disfrutaba de sus hijos, Javier y María Paula, y de sus cuatro nietos: Felipe y Lorenzo (hijos de Javier); Sofía y Violeta (hijas de María Paula). Pero la mala relación con su padre, que nunca había aceptado que Alejandro sembrara marihuana en su patio, terminó con una denuncia por violencia y una exclusión de hogar. Alejandro asegura que fue todo una mentira para echarlo de su casa: habla de una traición. Se quedó en la calle. "Con la única persona que sigo en contacto es con mi vieja, nos vemos una vez por mes. Me hace mucho daño la situación", cuenta. "Me fui a vivir con mi hijo y después empecé a yirar por distintos lugares, bancado por amigos que hice en esta pelea por el cannabis medicinal".
A pesar de los golpes que le dio la vida, Alejandro mira todo esto con entusiasmo. De alguna manera, la discusión que se abre frente a la sociedad es parte de los frutos que están dando las peleas contra sus demonios. Desde que encontró un eje terapéutico en la marihuana, se metió de lleno en el activismo. Todos los miércoles, en la Plaza del Congreso, se para con volantes y frena a todos los que pasan por ahí para contarles su historia.
No es para menos. Se supone que a esta altura, a sus 55 años, Alejandro debería caminar ayudado por un bastón: "La marihuana me devolvió las ganas de vivir. Yo no quiero volver al dolor. Para mí, la ilegalidad termina donde empiezan el dolor y la enfermedad".
Nadie se lo contó, nadie le prometió una solución mágica. El cannabis llegó a sus manos y transformó su vida. Alejandro y todos los que están en esta pelea no necesitan esconderse en seudónimos, ni marchar con las caras tapadas. Hacen encuentros abiertos, tienen recepción académica, pero el Estado sigue sin atender su reclamo. Piden la legalización urgente de la marihuana medicinal. Dice Alejandro: "Tenemos la solución entre las manos. El dolor no espera".
Las falsas monjas que siembran cannabis
¿Qué tienen en común California, la Iglesia católica, Wall Street y la marihuana? En apariencia, poco y nada. Salvo por las Hermanas del Valle, una "congregación" que logró llamar la atención de medio mundo: vestidas de monjas, las "hermanas" cosechan su propio cannabis orgánico y lo venden en distintos formatos. La oferta es variada: aceites para dolores de espalda, migraña, resaca e incluso asma. Cada frasquito recibe su propia bendición antes de ser enviado para su distribución.
Pero las Hermanas del Valle, en realidad, no forman parte de la Iglesia católica, ni de ninguna congregación. Sí se declaran creyentes, aunque de ningún Dios en particular. Solo parecen tenerle fe a la marihuana, a la que cosechan en la soleada ciudad de Merced, en el centro de California.
Las creadoras de esta peculiar orden son las hermanas Kate y Darcy. Y su surgimiento está vinculado al movimiento Occupy Wall Street, del que formaban parte. Kate se indignó porque el Senado norteamericano aprobó un pedido para catalogar la pizza como "alimento vegetal": según los legisladores de Estados Unidos, el valor nutricional de la pizza es similar al de cierta cantidad de vegetales. "Me enojé tanto que me dije que si la pizza es un vegetal, yo entonces soy una monja", declaró.
La decisión de vestirse como monjas captó rápidamente la atención y provocó un shock de curiosidad. En su fan page de Facebook (Sisters of the Valley) tienen más de 17.000 likes. En su web sistersofcbd.com, además de su catálogo de productos (aceites y bálsamos), las "hermanas" explican que su creencia principal está en el poder paliativo de la marihuana. Y que sus medicinas son preparadas según los ciclos lunares, con la misión de "curar al mundo".
En California, el consumo terapéutico de cannabis está legalizado. El debate actualmente divide las aguas: de un lado, los que proponen una liberalización total; del otro, los que quieren retrotraer las normativas hacia la prohibición, incluso de la marihuana medicinal.